NUEVE

148 4 0
                                    

Estoy soñando despierto, con la mirada perdida en el cielo que se entrevé por la puerta abierta, cuando los frenos empiezan a emitir su penetrante chillido y todo se ve impulsado hacia delante. Busco apoyo en el suelo rugoso y luego, después de recuperar el equilibrio, me paso las manos por el pelo y me ato los cordones de los zapatos. Debemos de haber llegado a Joliet.

La puerta de madera tosca se abre a mi lado con un chirrido y Kinko sale de su cuarto. Se apoya en el marco de la puerta del vagón con Queenie a sus pies y observa atentamente el paisaje que pasa ante sus ojos. No me ha mirado desde el incidente de ayer y, para ser sincero, a mí me cuesta mirarle, teniendo en cuenta que me debato entre sentir por él una profunda compasión por su vergüenza y el hecho de que apenas puedo contener la risa. Cuando el tren se detiene por fin entre jadeos y suspiros, Kinko y Queenie desembarcan con su clásico clac-clac y el salto por el aire.

Fuera, la escena está dominada por un silencio sobrecogedor. A pesar de que el Escuadrón Volador llegó más de media hora antes que nosotros, sus hombres están diseminados en silencio. No se ve ese caos ordenado. No se oye el ruido de las pasarelas y rampas, ni imprecaciones, ni se ven volar rollos de cuerda, ni el ajetreo de las cuadrillas de peones. No hay más que unos centenares de hombres desaliñados que miran pasmados hacia las carpas en pie de otro circo.

Es como una ciudad fantasma. Hay una carpa grande, pero sin gente. Una cantina, pero sin bandera. Carromatos y carpas de camerinos llenan la parte trasera, pero las personas que quedan allí pasean sin rumbo o se sientan a la sombra sin nada que hacer.

Me bajo del vagón de los caballos al mismo tiempo que un Plymouth negro y beige entra en el aparcamiento. De él salen dos hombres trajeados que llevan sendos maletines y contemplan la escena bajo sus sombreros de ala estrecha.

Tío Al se dirige con paso seguro hacia ellos, sin su séquito, con la chistera puesta y balanceando su bastón con empuñadura de plata. Estrecha la mano de los dos hombres con una expresión jovial, afable. Mientras habla, se vuelve para señalar ostentosamente el terreno. Los hombres de traje asienten con la cabeza, cruzan los brazos sobre el pecho, reflexionan, ponderan.

La grava cruje detrás de mí y August aparece junto a mi hombro.

—Ése es nuestro Al —dice—. Es capaz de olfatear una autoridad municipal a un kilómetro de distancia. Fíjate... Tendrá al alcalde comiendo de su mano antes del mediodía —me da una palmada en el hombro—. Vamos.

—¿A dónde? —pregunto.

—Al pueblo, a desayunar —dice él—. Dudo que haya comida por aquí. Probablemente no la habrá hasta mañana.

—Dios... ¿En serio?

—Bueno, lo intentaremos, pero no le hemos dado mucho tiempo al oteador para llegar aquí, ¿verdad?

—¿Y qué va a ser de ellos?

—¿De quiénes?

Señalo al difunto circo.

—¿Ésos? Cuando empiecen a tener hambre en serio, se marcharán. Es lo mejor para todos, la verdad.

—¿Y nuestros chicos?

—Ah, ellos. Sobrevivirán hasta que se presente algo. Al no dejará que se mueran.


Nos detenemos en un restaurante no lejos de la calle principal. Tiene mesas a lo largo de una de las paredes y una barra revestida de chapa con taburetes rojos en la otra. Un puñado de hombres se encuentran sentados a la barra, fumando y charlando con la chica que la atiende.

Le abro la puerta a Marlena, que se dirige directamente a una de las mesas y se sienta pegada a la pared. August se acomoda enfrente de ella, así que yo acabo sentado a su lado. Ella cruza los brazos y se queda mirando a la pared.

—Buenos días. ¿Qué puedo traeros, muchachos? —dice la chica sin moverse de detrás de la barra.

—El desayuno completo —dice August—. Estoy muerto de hambre.

—¿Cómo quiere los huevos?

—Poco hechos.

—¿Señora?

—Café nada más —dice Marlena cruzando una pierna sobre la otra y balanceando el pie. El movimiento es frenético, casi agresivo. No mira a la camarera. Ni a August. Ni a mí, ahora que lo pienso.

—¿Señor? —pregunta la chica.

—Lo mismo que él —contesto—. Gracias.

August se apoya en el respaldo del asiento y saca un paquete de Camel. Le da un golpe en el fondo. Un cigarrillo traza un arco en el aire. Él lo atrapa con los labios y se recuesta con los ojos brillantes y las manos abiertas en un gesto de triunfo.

Marlena se vuelve a mirarle. Aplaude muy despacio, intencionadamente, con un gesto pétreo.

—Venga, cariño, no seas terca —le dice August—. Sabes que nos habíamos quedado sin carne.

—Perdón —dice ella mientras se desliza hacia mí. Me levanto para dejarla pasar. Se dirige a la puerta con un repiqueteo de tacones y las caderas oscilando bajo el vestido rojo de vuelo.

—Mujeres —dice August mientras enciende el cigarrillo, que protege ahuecando la mano. Luego cierra el encendedor—. Oh, perdona. ¿Quieres uno?

—No, gracias. No fumo.

—¿No? —susurra mientras da una profunda calada—. Deberías empezar. Es bueno para la salud—vuelve a guardarse la cajetilla en el bolsillo y reclama la atención de la chica de la barra chasqueando los dedos. Ésta se encuentra junto a la plancha con una espátula en la mano—. Dese un poco de prisa, ¿quiere? No tenemos todo el día.

Ella se queda paralizada, con la espátula en el aire. Dos de los hombres que se sientan a la barra se vuelven lentamente y nos miran con los ojos desencajados.

—Eh, August —digo.

—¿Qué? —parece genuinamente sorprendido.

—Lo estoy haciendo lo más rápido que puedo —dice la camarera con frialdad.

—Muy bien. Eso es lo único que pido —dice August. Se inclina hacia mí y continúa en voz baja—: ¿Qué te decía? Mujeres. Debe de haber luna llena o algo así.

Cuando regreso a la explanada ya se han erigido unas cuantas carpas de los Hermanos Benzini: la tienda de las fieras, los establos y la cantina. La bandera ondea al viento y el aroma agrio de la grasa impregna el aire.

—Ni te molestes —dice uno de los hombres que salen de ella—. No hay más que masa frita y achicoria para bajarla.

—Gracias —digo—. Te agradezco el aviso.

El hombre escupe y se aleja.

Los empleados de los Hermanos Fox que aún están por allí hacen cola delante del vagón de dirección. Una desesperada postración los rodea. Algunos sonríen y bromean, pero su risa tiene un tono demasiado agudo. Otros tienen la mirada perdida, los brazos cruzados. Otros pasean y mueven nerviosamente las manos con la cabeza inclinada. Uno por uno van pasando al interior para entrevistarse con Tío Al.

La mayoría salen derrotados. Algunos se secan los ojos y conversan en voz baja con los primeros de la fila. Otros miran estoicamente al frente antes de ponerse en marcha en dirección al pueblo.

Dos enanos entran juntos. Salen unos minutos más tarde con las caras largas, deteniéndose a charlar con un pequeño grupo de hombres. Luego empiezan a andar por las vías, uno al lado del otro, con las cabezas altas y sendas fundas de almohada llenas con sus cosas echadas sobre los hombros.

Busco entre los asistentes al famoso monstruo. Hay algunas curiosidades: enanos, liliputienses y gigantes, una mujer barbuda (Al ya tiene una, o sea que lo más probable es que no tenga suerte), un hombre inmensamente gordo (que podría tener suerte si a Al se le ocurre formar una pareja) y un surtido de gente y perros con un aire de tristeza generalizado. Pero no veo a ningún hombre con un niño saliéndole del pecho.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora