Me observa un rato más y luego asiente con la cabeza.
—Siento mucho oír eso.
El público se dispersa, desplazándose por la explanada en dirección a la zona de aparcamiento y más allá, hacia los límites de la ciudad. Detrás de la gran carpa, la silueta de un globo se eleva hacia el cielo, seguido de un prolongado grito de júbilo de los niños. Se oyen risas, motores de coches, voces altas por la emoción.
—¿Puedes creer que se doblara de esa manera?
—Creía que me iba a morir de risa cuando al payaso se le han caído los pantalones.
—¿Dónde está Jimmy? Hank, ¿Jimmy está contigo?
Camel se pone de pie de repente.
—¡Ah! Ahí está. Ya está ahí ese viejo H de P.
—¿Quién?
—¡Tío Al! ¡Vamos! Tenemos que meterte en el circo.
Sale cojeando más deprisa de lo que yo hubiera creído posible. Me levanto y le sigo.
Es imposible no reconocer a Tío Al. Lleva las palabras <<jefe de pista>> escritas por todas partes, desde la levita color escarlata y los pantalones de montar blancos hasta el sombrero de copa y el bigote rizado con cera. Cruza la explanada con paso firme, como el director de una banda de música de desfile, con generosa panza precediéndole y dando órdenes con una voz atronadora. Se detiene para dejar que pase delante de él la jaula del león y luego sigue su camino hasta un grupo de hombres que batallan con un rollo de lona. Sin perder el paso, le da un pescozón en un lado de la cabeza a uno de ellos. Éste suelta un quejido y se gira frotándose la oreja, pero Tío Al ya se ha ido con su corte de acólitos.
—Eso me recuerda —dice Camel por encima del hombro— que, pase lo que pase, no debes mencionar el Ringling delante de Tío Al.
—¿Por qué no?
—Tú no lo menciones.
Camel sale corriendo detrás de Tío Al y se cruza en su camino.
—Eh...., aquí está usted —dice con una voz artificial y meliflua—. Me preguntaba si podríamos hablar un instante, señor.
—Ahora no, chico. Ahora no—brama Al marcando el paso de la oca como los nazis que se ven en los noticiarios granulosos de los cines. Camel ranquea inestable detrás de él, asomando la cabeza por un lado primero, perdiendo el paso y corriendo luego para asomarla por el otro, como un cachorrillo ignorado.
—No le quitaré más que un minuto, señor. Sólo quería saber si alguno de los departamentos está necesitado de personal.
—Vaya, ¿estamos pensando en cambiar de carrera?
La voz de Camel sube como una sirena.
—Oh, no, señor. Yo no. Yo estoy feliz donde estoy. Sí, señor. Yo estoy feliz como una perdiz —se ríe nerviosamente.
La distancia entre ellos aumenta. Camel se tambalea y se para.
—¿Señor? —grita en la distancia que crece entre ellos—. ¿Señor?
Tío Al desparece tragado por la gente, los caballos y las carretas.
—Maldita sea. ¡Maldita sea!—exclama Camel arrancándose el sombrero de la cabeza y tirándolo al suelo.
—No pasa nada, Camel —digo—. Te agradezco que lo hayas intentado.
—No, sí pasa algo —grita él.
—Camel, yo...
—Tú cierra la boca. No quiero oír lo que vas a decir. Eres un buen chico y no me voy a quedar tan tranquilo viendo cómo te largas de aquí porque un gordo gruñón no tiene tiempo. De eso nada. O sea que ten un poco de respeto por tus mayores y no me des problemas.
Los ojos le arden.
Me agacho, recojo su sombrero y le sacudo el polvo. Luego se lo ofrezco. Tras un instante de duda, lo toma de mi mano.
—Bueno, de acuerdo —dice a regañadientes—. Supongo que no pasa nada.
Camel me lleva a un carromato y me dice que espere fuera. Me apoyo en una de las inmensas ruedas con los radios pintados y paso el rato sacándome mugre de debajo de las uñas y masticando largas briznas de hierba. En un momento dado, la cabeza se me vence hacia delante, a punto de quedarme dormido.
Camel reaparece al cabo de una hora, tambaleándose, con una botella en una mano y un cigarrillo de picadura en la otra. Lleva los párpados a media asta.
—Este de aquí es Earl —balbucea señalando con un brazo hacia dentro—. Él se va a ocupar de ti.
Un hombre calvo baja los escalones del carromato. Es enorme, tiene el cuello más ancho que la cabeza. Tatuajes verdosos medio borrados le recorren los dedos y suben por sus brazos peludos. Me ofrece la mano.
—¿Cómo está usted? —dice.
—¿Cómo está usted? —repito perplejo. Me giro hacia Camel, que se aleja en zigzag por la hierba en dirección al Escuadrón Volador. También va cantando. Horriblemente.
Earl se hace bocina con una mano sobre la boca.
—¡Calla, Camel! ¡Y súbete a ese tren antes de que se vaya sin ti!
Camel cae de rodillas.
—Ay, Dios —dice Earl—. Espera un poco. Vuelvo dentro de un minuto.
Se acerca al viejo y lo recoge del suelo con la misma facilidad que si fuera un niño. Camel deja que sus brazos, piernas y cabeza cuelguen sobre los brazos de Earl. Ríe y suspira.
Earl deja a Camel en el umbral de uno de los vagones, habla con alguien que está dentro y regresa.
—Esa mierda va a matar al viejo—murmura mientras pasa por delante de mí—. Si no se pudre las entrañas, se caerá del puñetero tren. Yo el alcohol ni lo toco —dice mirándome por encima de su hombro.
Yo sigo clavado en el mismo sitio en el que me dejó.
Me mira con sorpresa.
—¿Vienes o qué?
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Agua para Elefantes
RomanceEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...