Esta mañana sale todavía más ruido del vagón de los camellos.
—A esos comedores de hierba no les gusta nada viajar con la carne—dice Otis—. Pero preferiría que dejaran de armar toda esa bulla. Aún nos queda un buen trecho por recorrer.
Abro la puerta corredera. Las moscas salen en tropel. Veo los gusanos al mismo tiempo que me golpea el hedor. Logro retirarme unos pasos antes de vomitar. Otis se une a mí, doblado por la mitad, agarrándose el estómago con las manos.
Cuando termina de vomitar, respira profundamente unas cuantas veces y saca un pañuelo mugriento del bolsillo. Se lo pone por encima de la boca y la nariz y regresa al vagón. Agarra uno de los cubos, corre hasta los árboles y allí lo vuelca. Sigue aguantando la respiración hasta la mitad del camino de vuelta. Luego se para y se inclina con las manos apoyadas en las rodillas, recuperando el resuello.
Yo intento ayudarle, pero cada vez que me acerco mi diafragma vuelve a sufrir nuevos espasmos.
—Lo siento —le digo a Otis cuando regresa. Todavía tengo náuseas—. No puedo hacerlo. Es que no puedo.
Me lanza una mirada acusadora.
—Tengo el estómago revuelto—digo sintiendo la necesidad de dar explicaciones—. Anoche bebí demasiado.
—Sí, de eso estoy seguro —dice él—. Siéntate, guapito de cara. Ya me ocupo yo de esto.
Otis tira el resto de la carne junto a los árboles, formando con ella un montículo que bulle de moscas.
Dejamos la puerta del vagón de los camellos abierta, pero está claro que una simple ventilación no será suficiente.
Bajamos a los camellos y llamas a las vías y los atamos a un lado del tren. Luego echamos cubos de agua sobre los tablones del suelo y utilizamos escobones para arrastrar el barrillo resultante y sacarlo del vagón. La peste sigue siendo insoportable, pero es todo lo que podemos hacer.
Después de atender al resto de los animales, regreso al vagón de los caballos. Silver Star está tumbado de costado y Marlena se arrodilla a su lado, todavía con el vestido rosa de la noche anterior. Recorro la larga línea de cubículos vacíos y me paro junto a ella.
Silver Star tiene los ojos medio cerrados. Gruñe y se estremece en reacción a algún estímulo que no vemos.
—Está peor —dice Marlena sin mirarme.
Tras un instante digo:
—Sí.
—¿Existe alguna posibilidad de que se recupere? ¿Por pequeña que sea?
Dudo, porque lo que tengo en la punta de la lengua es una mentira y siento que no soy capaz de pronunciarla.
—Puedes decirme la verdad—dice—. Necesito saberla.
—No. Me temo que no hay ninguna posibilidad.
Le pasa una mano por el cuello y la deja allí.
—En ese caso, prométeme que será rápido. No quiero que sufra.
Entiendo lo que me pide y cierro los ojos.
—Lo prometo.
Se levanta y se queda de pie sin dejar de mirar al caballo. Estoy maravillado y no poco sobrecogido por su estoica reacción cuando un ruido extraño surge de su garganta. A éste le sigue un gemido, y acto seguido está chillando. Ni siquiera se molesta en intentar limpiarse las lágrimas que corren por sus mejillas, se limita a quedarse de pie, abrazada a sí misma, con los hombros temblorosos y la respiración entrecortada. Parece que está a punto de derrumbarse. La miro horrorizado. No tengo hermanas, y mi escasa experiencia en consolar a mujeres ha sido por algo mucho menos devastador que esto. Tras unos instantes de indecisión, le pongo una mano en el hombro.
Ella se da la vuelta y se desmorona sobre mí, apoyando su mejilla húmeda en mi esmoquin... en el esmoquin de August. Le froto la espalda mientras susurro sonidos confortadores hasta que sus lágrimas acaban por dar paso a unos hipidos convulsos. Entonces se separa de mí.
Tiene los ojos y la nariz hinchados y enrojecidos, la cara brillante de lágrimas. Sorbe y se pasa el dorso de la mano por los párpados inferiores, como si eso fuera a servir para algo. Luego endereza los hombros y se va sin mirar atrás, con lo tacones altos repiqueteando en el suelo del vagón.
—August —digo de pie en la cabecera de la cama y sacudiéndole por un hombro. Él se menea inerte, tan insensible como una cadáver.
Me inclino y le grito al oído:
—¡August!
Él gruñe molesto.
—¡August! ¡Despierta!
Por fin reacciona y se gira, poniéndose una mano sobre los ojos.
—Dios mío —dice—. Oh, Dios, creo que me va a estallar la cabeza. Corre las cortinas, ¿quieres?
—¿Tienes una pistola?
Se quita la mano de los ojos y se sienta en la cama.
—¿Qué?
—Tengo que sacrificar a Silver Star.
—No puedes hacerlo.
—Tengo que hacerlo.
—Ya oíste a Tío Al. Si le pasa algo a ese caballo, te da luz roja.
—¿Y qué significa eso exactamente?
—Te tira del tren. En marcha. Si tienes suerte, en las proximidades de las luces rojas de una estación, para que puedas encontrar el camino de la ciudad. Si no, bueno, sólo te queda esperar que no abran la puerta cuando el tren esté cruzando un puente.
El comentario de Camel sobre la cita con Blackie cobra sentido de repente, lo mismo que ciertos comentarios en mi primera reunión con Tío Al.
—En ese caso, tomaré precauciones y me quedaré aquí cuando arranque el tren. Pero, en cualquier caso, hay que sacrificar a ese caballo.
August me mira fijamente con sus ojos enmarcados en negro.
—Mierda —dice por fin. Echa las piernas a un lado, de manera que se queda sentado en el borde de la cama. Se frota las mejillas cubiertas de barba incipiente—. ¿Lo sabe Marlena? —se agacha para rascarse los pies enfundados en calcetines negros.
—Sí.
—Joder —exclama mientras se levanta. Se lleva una mano a la cabeza—. A Al le va a dar un ataque. Vale, quedamos en el vagón de los caballos dentro de unos minutos. Llevaré el arma.
Me doy la vuelta para irme.
—Ah, Jacob.
—¿Sí?
—Antes quítate mi esmoquin, ¿quieres?
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Agua para Elefantes
RomansaEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...