VEINTICUATRO

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O sea a que a esto se acaba por reducir todo, ¿verdad? ¿A esperar sentado y sólo a una familia que no va a venir?

No puedo creer que Simon se olvidara. Sobre todo hoy. Y sobre todo Simon, ese chico que pasó los primeros siete años de su vida en el circo Ringling.

Para ser justo, el chico debe tener setenta y un años. ¿O son sesenta y nueve? Maldita sea, estoy harto de no saberlo. Cuando venga Rosemary le preguntaré en qué año estamos y aclararé esta cuestión de una vez por todas. Esa Rosemary es muy amable conmigo. No me hace sentir como un idiota aunque lo sea. Un hombre tiene que saber su edad.

Recuerdo muchas cosas con una claridad cristalina. Como el día que nació Simon. Dios, qué alegría. ¡Y qué alivio! Qué vértigo el acercarme a la cama, qué nerviosismo. Y allí estaba mi ángel, mi Marlena, sonriéndome cansada, radiante, con un bulto envuelto en mantas en el hueco de su brazo. Tenía la cara tan oscura y arrugada que casi ni parecía una persona. Pero entonces Marlena le retiró la manta de la cabeza y vi que tenía el pelo rojo. Creía que me iba a desmayar de la alegría. La verdad es que nunca lo dudé -de veras, aunque lo habría querido y criado de todas formas-, pero aún así... Casi me caigo en redondo al verle el pelo rojo.

Miro el reloj, loco de desesperación. Seguro que la Gran Parada ha acabado ya. ¡Ah, no es justo! Todos esos viejos decrépitos no se van ni a enterar de lo que están viendo, ¡y yo aquí! ¡Atrapado en este vestíbulo!

¿O no?

Arrugo el ceño y parpadeo. ¿Qué es exactamente lo que me hace pensar que estoy atrapado?

Miro a ambos lados. No hay nadie. Me vuelvo y miro por el pasillo. Una enfermera pasa zumbando abrazada a una carpeta y mirándose los zapatos.

Me deslizo hasta el borde del asiento y agarro el andador. Según mis estimaciones, sólo estoy a seis metros de la libertad. Bueno, después tengo que atravesar toda una manzana de edificios, pero si lo logro apuesto a que todavía puedo ver los últimos números. Y el final, que no será lo mismo que la Parada, pero algo es algo. Un calorcito agradable me cosquillea por el cuerpo mientras contengo una risita. Puede que tenga noventa y tantos años, pero ¿quién dice que sea un discapacitado?

La puerta de cristal se abre cuando me acerco a ella. Gracias a Dios que es automática, no creo que pudiera arreglármelas con el andador y una puerta convencional. No; estoy temblón, es cierto. Pero no me importa. Los temblores no me preocupan.

Salgo a la calle y me paro, cegado por el sol.

Llevo tanto tiempo alejado del mundo real que la mezcla del ruido de motores, ladridos de perros y bocinas me provoca un nudo en la garganta. La gente que anda por la acera se separa y me sortea como si fuera una piedra en un arroyo. A nadie parece sorprenderle la presencia de un viejo en zapatillas en la calle justo enfrente de una residencia de ancianos. Pero pienso que todavía estoy en el campo de visón si una de las enfermeras pasa por el vestíbulo.

Levanto el andador, lo tuerzo un par de centímetros a la izquierda y vuelvo a posarlo. Sus ruedas de plástico arañan el pavimento y el sonido que emiten me marea. Es un ruido real, un sonido áspero, no como el chirrido o los golpes sordos de la goma. Arrastro los pies detrás del andador, disfrutando del roce de las zapatillas. Dos maniobras más como ésta y estaré en camino. Un perfecto giro en tres fases. Me agarro bien y sigo adelante concentrándome en los pies.

No debo ir demasiado rápido. Si me cayera sería un desastre en muchos sentidos. El suelo no tiene baldosas, así que mido mi avance en pies: en mis pies. Cada paso que doy pongo el talón del pie a la altura de la punta del otro. Y así continúo, de veinticinco en veinticinco centímetros. De vez en cuando me paro para comprobar mis progresos. Son lentos pero seguros. La carpa blanca y magenta es un poco más grande cada vez que levanto la mirada.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora