La mayor dificultad de sentarse a una mesa solo es que no hay nada que te distraiga de oír las conversaciones de los demás. No es que esté espiando, es que no puedo evitar oírlas. Casi todos hablan del circo, y no está mal. Lo que sí está mal es que el Viejo Pedorro McGuinty está sentado en mi mesa habitual, con mis amigas y concediendo audiencia como si fuera el rey Arturo. Y eso no es todo: al parecer le dijo a algún trabajador del circo que él les llevaba el agua a los elefantes y ¡le han cambiado la localidad a una silla de pista! ¡Increíble! Y ahí está, fanfarroneando sin parar del trato especial que le han dado mientras Hazel, Doris y Norma le miran con adoración.
No puedo aguantarlo más. Bajo la mirada al plato. Un guiso de algo cubierto de salsa descolorida y guarnición de gelatina llena de agujeros.
—¡Enfermera! —ladro—. ¡Enfermera!
Una de ellas levanta la mirada y me ve. Puesto que resulta evidente que no me estoy muriendo, se toma su tiempo para venir a verme.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Jankowski?
—¿Traerme un poco de comida de verdad?
—¿Cómo dice?
—Comida de verdad. Ya sabe..., esas cosas que come la gente fuera de aquí.
—Oh, señor Jankowski.
—No me venga con <<Oh, señor Jankowski...>>, jovencita. Esto es comida de guardería, y la última vez que me vi no tenía cinco años. Tengo noventa. O noventa y tres.
—No es comida de guardería.
—Sí lo es. No tiene sustancia. Fíjese... —digo arrastrando el tenedor por encima del montoncito cubierto de salsa. Se desmorona en grumos y me quedo con un tenedor manchado en la mano—. ¿Llaman a esto comida? Quiero algo en lo que pueda clavar los dientes. Algo que cruja. ¿Y qué se supone que es esto exactamente? —digo pinchando el pegote de gelatina. Se menea de forma escandalosa, como pechos que conocí en otros tiempos.
—Es ensalada.
—¿Ensalada? ¿Ve alguna verdura? Yo no veo ninguna verdura.
—Es ensalada de fruta —dice con voz firme pero forzada.
—¿Ve usted alguna fruta?
—Sí. La verdad es que sí la veo—dice señalando uno de los agujeros—. Ahí. Y ahí. Es un trozo de plátano, y eso es una uva. ¿Por qué no la prueba?
—¿Por qué no la prueba usted?
Ella cruza los brazos sobre el pecho. A la maestra gruñona se le ha acabado la paciencia.
—Esta comida es para los residentes. Está específicamente concebida por un nutricionista especializado en geriatría...
—No la quiero. Quiero comida de verdad.
El comedor entero permanece en silencio. Miro alrededor. Todos los ojos se clavan en mí.
—¿Qué? —digo en voz alta—. ¿Es pedir demasiado? ¿Es que aquí nadie más echa de menos la comida? Estoy seguro de que no podéis estar todos contentos con esta... ¿papilla? —pongo la mano en el borde del plato y le doy un empujón.
Un empujón flojito.
En serio.
El plato cruza la mesa a toda velocidad y se estrella contra el suelo.
Han llamado a la doctora Rashid. Se sienta al lado de mi cama y me hace preguntas que intento responder cortésmente, pero estoy tan harto de que me traten como a una persona poco razonable que puedo parecerle un tanto malhumorado.
Al cabo de media hora le pide a la enfermera que salga al pasillo con ella. Me esfuerzo por oírlas, no pillan más que palabras sueltas: <<depresión muy grave>> y <<se manifiesta en agresiones, no del todo infrecuentes en pacientes geriátricos>>.
—¡No estoy sordo, saben! —grito desde la cama—. ¡Sólo soy viejo!
La doctora Rashid me mira por el rabillo del ojo y toma a la enfermera del codo. Se alejan por el pasillo y ya no oigo nada.
Esa noche aparece una nueva píldora en mi vaso de papel. Antes de que me dé cuenta ya las tengo todas en la palma de la mano.
—¿Qué es esto? —pregunto empujándola con un dedo. Le doy la vuelta e inspecciono la otra cara.
—¿Qué? —dice la enfermera.
—Esto —digo tentando la pastilla intrusa—. Esta de aquí. Es nueva.
—Se llama Elavil.
—¿Para qué es?
—Es para que se sienta mejor.
—¿Para qué es? —repito.
No contesta. Levanto la mirada. Nuestros ojos se encuentran.
—Para la depresión —dice al final.
—No me la voy a tomar.
—Señor Jankowski...
—No estoy deprimido.
—Se la ha recetado la doctora Rashid. Le va a...
—Quieren drogarme. Quieren convertirme en un borrego devorador de gelatina. No la voy a tomar, desde ahora se lo digo.
—Señor Jankowski, tengo otros doce pacientes a los que atender. Por favor, tómese sus pastillas.
—Creía que éramos residentes.
Todos y cada uno de sus rasgos secos se endurecen.
—Tomaré las otras, pero ésta no—digo tirando la píldora de mi mano. Vuela por el aire y aterriza en el suelo. Me meto las demás en la boca—. ¿Dónde está el agua?—digo pronunciando mal las palabras, porque intento mantener las pastillas en el centro de la lengua.
Me pasa un vaso de plástico, recoge la pastilla del suelo y entra en el cuarto de baño. Oigo correr el agua. Luego, vuelve a aparecer.
—Señor Jankowski. Voy a buscar otro Elavil, y si no quiere tomárselo llamaré a la doctora Rashid para que le prescriba una inyectable. Se va a tomar el Elavil de una manera u otra. Cómo lo haga depende de usted.
Cuando me trae la pastilla la trago. Y un cuarto de hora más tarde, una inyección. No de Elavil, de cualquier otra cosa, pero no me parece justo porque me he tomado la puñetera pastilla.
Al cabo de unos minutos soy un borrego devorador de gelatina. Bueno, por lo menos, un borrego. Pero, como sigo dándole vueltas al incidente que me causó esta desgracia, si alguien me trajera ahora un plato de gelatina agujerada y me dijera que me la comiera, lo haría.
¿Qué han hecho conmigo?
Me aferro a la rabia que siento con cada gramo de humanidad que queda en mi cuerpo ruinoso, pero no me sirve de nada. Se aleja de mí como una ola de la playa. Estoy reflexionando sobre este triste hecho cuando me doy cuenta de que las tinieblas del sueño trazan círculos alrededor de mi cabeza. Llevan allí un rato, acechando y acercándose más y más a cada vuelta. Abandono la rabia, que a estas alturas se ha convertido en un formalismo, y me hago una nota mental para recordar ponerme furioso otra vez por la mañana. Luego me dejo ir, porque la verdad es que no puedo luchar contra ellos.
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Agua para Elefantes
RomanceEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...