A la hora de dormir, Camel sorbe y solloza incesantemente, a pesar de que Walter le asegura repetidas veces que su familia le va a recibir con los brazos abiertos.
Por fin se duerme. Walter le echa un último vistazo y apaga la lámpara. Queenie y él se retiran a la manta del rincón. Al cabo de unos minutos empieza a roncar.
Me levanto con cuidado, poniendo a prueba mi equilibrio a cada movimiento. Cuando consigo ponerme recto con éxito doy un inseguro paso adelante. Estoy mareado, pero parece que puedo dominarlo. Doy varios pasos seguidos y, al ver que puedo hacerlo, me dirijo al baúl.
Seis minutos después estoy gateando por el techo del vagón de los caballos a cuatro patas y con el cuchillo de Walter sujeto con los dientes.
Lo que dentro del tren suena como un leve traqueteo es un violento estruendo aquí arriba. Los vagones se inclinan y saltan al tomar una curva; yo me detengo y me aferro a la pasarela del techo hasta que volvemos a avanzar en línea recta.
Al final del vagón hago una pausa para considerar mis opciones. En teoría, podría bajar por la escalerilla, saltar de la plataforma y cruzar los vagones que me separan del que busco. Pero no puedo arriesgarme a que me vean.
Eso es lo que hay.
Me pongo de pie, aún con el cuchillo entre los dientes. Separo las piernas, doblo las rodillas, muevo los brazos para afuera, como funámbulo.La separación entre este vagón y el siguiente parece inmensa, un gran abismo sobre la eternidad. Me preparo, apretando la lengua contra el metal amargo del cuchillo. Luego salto, poniendo en juego hasta el último gramo de músculo en propulsarme por el aire. Balanceo enloquecido brazos y piernas, preparándome para agarrarme a cualquier cosa, a lo que sea, si fallo.
Caigo en el techo. Me aferro a la barra de la pasarela jadeando como un perro por los lados del cuchillo. Una cosa caliente me fluye por las comisuras de la boca. Todavía arrodillado junto a la pasarela, me quito el cuchillo de la boca y chupo la sangre de los labios. Luego lo vuelvo a poner teniendo mucho cuidado de no pegarlo a éstos.
Con el mismo procedimiento recorro cinco vagones. A cada salto aterrizo un poco más limpiamente, un poco más seguro. En el sexto tengo que recordarme a mí mismo que he de tener cuidado.
Cuando llego al vagón de dirección me siento en el techo y pienso en lo que voy a hacer. Me duelen los músculos, la cabeza me da vueltas y me falta el aire.
El tren toma otra curva y me sujeto a las barras mirando hacia la locomotora. Estamos rodeando una colina boscosa en dirección a un puente. Por lo que puedo ver en la oscuridad, el puente tiene una caída de veinte metros sobre la ribera rocosa de un río. El tren sufre otra sacudida y decido que el resto del camino hasta el vagón 48 lo voy a hacer por dentro.
Aún con el cuchillo en la boca, me descuelgo por un lado de la plataforma. Los vagones en los que se alojan los artistas y los jefes están unidos por planchas de metal, o sea que lo único que tengo que hacer es asegurarme de que caiga en ellas. Estoy colgando de las puntas de los dedos cuando el tren da otro tumbo y mis piernas se balancean hacia un lado. Me aferro con desesperación, pero los dedos sudorosos resbalan sobre el metal estriado.
Cuando el tren recupera la línea recta, me dejo caer en la plancha. La plataforma tiene una barandilla y me apoyo en ella unos instantes para reponerme. Con los dedos doloridos y temblorosos saco el reloj del bolsillo. Sin casi las tres de la mañana. Las posibilidades de encontrarme con alguien son escasas. Pero todo puede ser.
El cuchillo es un problema. Es demasiado largo para guardarlo en el bolsillo y demasiado afilado para metérmelo en la cintura. Al final, lo envuelvo en la chaqueta y lo llevo bajo el brazo. Me paso los dedos por el pelo, limpio la sangre de mis labios y abro la puerta.
El pasillo está vacío, iluminado por la luz de la luna que entra por las ventanas. Me paro el tiempo suficiente para observar. Ya estamos sobre el puente. Había subestimado su altura: nos encontramos por lo menos a cuarenta metros por encima de los peñascos de la cuenca del río y con una amplia extensión de nada ante nosotros. Noto el balanceo del tren y me alegro de no seguir allí arriba.
Pronto me encuentro mirando el picaporte del compartimento 3. Desenvuelvo el cuchillo y lo dejo en el suelo mientras me pongo la chaqueta. Luego lo recojo y me quedo mirando fijamente al picaporte un rato más.
Cuando lo giro emite un sonoro chasquido y me quedo inmóvil, sin soltarlo, esperando a ver si hay alguna reacción. Al cabo de unos segundos lo sigo girando y empujo la puerta hacia dentro.
Dejo la puerta abierta por miedo a que, si la cierro, le despierte.
Si está tumbado boca arriba, un rápido tajo en la tráquea será suficiente. Si está boca abajo o de lado, se lo clavaré asegurándome de que la hoja le atraviese la laringe. En cualquier caso, el objetivo será la garganta. No puedo flaquear, porque tiene que ser lo bastante profundo para que se desangre enseguida, sin gritar.
Me acerco sigilosamente al dormitorio, empuñando el cuchillo. La cortina de terciopelo está echada. Separo el borde es ésta y espío dentro. Cuando veo que está él solo respiro aliviado. Ella está a salvo, probablemente en el vagón de las vírgenes. De hecho, debo de haberme arrastrado sobre ella de camino aquí.
Entro y me pongo junto a la cama. Él duerme en un lado, respetando el sitio de la ausente Marlena. Las cortinas de la ventana están recogidas y la luz de la luna brilla entre los árboles, iluminando y ocultando su rostro sucesivamente.
Le observo con atención. Lleva un pijama de rayas y parece tranquilo, incluso inocente. Tiene el pelo oscuro revuelto y las comisuras de su boca se mueven en una sonrisa indecisa. Está soñando. Inesperadamente, se mueve, chasca los labios y se da la vuelta a un lado. Alarga la mano hacia el lugar de Marlena y palpa el espacio vacío unas cuantas veces. Luego desliza la mano hasta la almohada. La agarra y se la acerca al pecho, abrazándola, hundiendo la cara en ella.
Levanto el cuchillo con las dos manos, con la punta dispuesta a sesenta centímetros de su cuello. Tengo que hacerlo bien. Ajusto el ángulo de la hoja para que el corte lateral haga el mayor daño posible. El tren sale de la zona de árboles y un fino rayo de luna alcanza la hoja. Ésta centellea y lanza diminutas partículas de luz mientras ajusto el ángulo. August se mueve otra vez, ronca y se pone bruscamente boca arriba. Su brazo izquierdo se sale de la cama y queda a unos centímetros de mi muslo. El cuchillo sigue refulgiendo, recogiendo y reflejando la luz. Pero los movimientos ya no se deben a mis ajustes. Me tiemblan las manos. La mandíbula inferior de August se separa y aspira con un terrible ronquido, y hace ruiditos con los labios. La mano que ha quedado junto a mi muslo está inerte. Los dedos de la otra se estremecen.
Me inclino por encima de él y dejo cuidadosamente el cuchillo sobre la almohada de Marlena. Le observo unos segundos más y me marcho.
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Agua para Elefantes
RomanceEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...