CONTINUACIÓN

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No puedo responder. No puedo explicarle que no sólo me he degradado más allá de toda verosimilitud y toda redención, sino que además he desperdiciado mi primera oportunidad de tener relaciones sexuales, algo en lo que he estado pensando constantemente los últimos ocho años. Por no hablar de que he vomitado encima de una de las mujeres que se me ofrecían, que me he desmayado y que alguien me ha afeitado las pelotas, me ha pintado la cara y me ha metido en un baúl. Aunque debe de saberlo en parte, ya que ha sido él quien me ha encontrado esta mañana. Puede que incluso participara en las celebraciones.

—No seas nena —dice—. ¿Quieres acabar errando por las vías como esos pobres vagabundos de ahí fuera? Anda, sal ahora mismo, antes de que te despidan.

Me quedo inmóvil.

—¡He dicho que te levantes!

—¿A ti qué te importa?—gruño—. Y deja de gritar. Me duele la cabeza.

—¡Levántate de una vez o voy a hacer que te duela todo lo demás!

—¡Vale! ¡Pero deja de gritar!

Me levanto a duras penas y le lanzo una mirada asesina. Tengo la cabeza como un bombo, y noto como si llevara pesos de plomo en todas las articulaciones. Puesto que no deja de mirarme, me vuelvo hacia la pared y no me quito la bata hasta que me he puesto los pantalones, en un intento por ocultar mi falta de vello. Aun así, la cara me arde.

—Ah, ¿y me permites que te dé un consejo? —dice Kinko—. No estaría de más que le mandaras unas flores a Barbara. La otra no es más que una puta, pero Barbara es una amiga.

Me siento tan invadido por la vergüenza que casi pierdo la consciencia. Cuando desaparece el impulso de desmayarme, clavo los ojos en el suelo, convencido de que nunca podré volver a  mirar a la cara a nadie.




El tren de los Hermanos Fox ha sido retirado de la vía muerta y el tan cacareado vagón de la elefanta está ahora enganchado justo detrás de nuestra locomotora, donde el traqueteo es más suave. Tiene tragaluces en lugar de rendijas y es de metal. Los chicos del Escuadrón Volador están muy ocupados desmontando las tiendas; ya han desmantelado la mayoría de las grandes, dejando a la vista los edificios de Joliet que ocultaban. Una pequeña multitud de vecinos se han acercado a contemplar la actividad.

Me encuentro con August en la carpa de las fieras, de pie ante la elefanta.

—¡Muévete! —le grita agitando la pica delante de su cara.

Ella balancea la trompa y parpadea.

—¡He dicho que te muevas! —se sitúa detrás de ella y le pincha en la parte posterior de la pata—. ¡Muévete maldita sea! —ella entrecierra los ojos y pega sus enormes orejas contra la cabeza.

August me ve y se queda paralizado. Tira la pica a un lado.

—¿Una noche movida? —dice con ironía.

El rubor asciende por mi nuca y se extiende por toda mi cara.

—No me lo digas. Agarra un palo y ayúdame a mover a esta estúpida bestia.

Pete aparece detrás de mí estrujando el sombrero entre las manos.

—¿August?

August se vuelve furioso.

—Oh, por el amor de Dios. ¿Qué pasa, Pete? ¿No ves que estoy ocupado?

—Ha llegado la comida de los felinos.

—Bien. Ocúpate de todo. No nos queda mucho tiempo.

—¿Qué quieres que haga con ella exactamente?

—¿Tú qué coño crees que quiero que hagas con ella?

—Pero, jefe... —dice Pete claramente ofendido.

—¡Maldita sea! —dice August. Le vena de la sien se le hincha peligrosamente—. ¿Es que tengo que hacerlo yo todo, joder? Toma—dice entregándome el pincho—. Enséñale algo a esta bestia. Cualquier cosa me vale. Que yo sepa, lo único que sabe hacer es cagar y comer.

Agarro la pica y le observo abandonar furioso la carpa. Todavía tengo la mirada fija en él cuando la trompa de la elefanta me pasa por delante de la cara y me echa aire caliente en la oreja. Giro y me doy de bruces con un ojo color ámbar. Me guiña. Mi mirada se traslada de ese ojo al pincho que sujeto en la mano.

Vuelvo a mirar al ojo, que me guiña de nuevo. Me inclino y dejo la pica en el suelo.

Ella balancea la trompa delante de sí y agita las orejas como hojas inmensas. Abre la boca en una sonrisa.

—Hola —digo. Hola, Rosie. Soy Jacob.

Tras un instante de duda, alargo la mano, sólo un poco. La trompa pasa resoplando. Envalentonado, me estiro un poco más y le pongo la mano en el flanco. La piel es áspera y cerdosa, y sorprendentemente cálida.

—Hola —le digo otra vez, dándole una palmada de prueba.

Su oreja, como vela de un barco, se mueve adelante y atrás, y luego vuelve a acercar la trompa. La toco con cautela y después se la acaricio. Estoy completamente enamorado, y tan concentrado que no me percato de la presencia de August hasta que se planta delante de mí.

—¿Qué demonios os pasa esta mañana?  Debería despediros a todos y cada uno de vosotros: Pete se niega a ocuparse de sus responsabilidades y tú, que primero montas un numerito de desaparición, luego te pones a hacerle carantoñas a la elefanta. ¿Dónde está la puñetera pica?

Me agacho y la recojo. August me la arranca de las manos y la elefanta pega otra vez las orejas a la cabeza.

—Venga, princesa —dice August dirigiéndose a mí—. Tengo un trabajo que tal vez puedas llevara a cabo. Vete a buscar a Marlena. Encárgate de que no se acerque a la parte de atrás de la carpa de las fieras durante un rato.

—¿Por qué?

August respira profundamente y aprieta el pincho con tal fuerza que se le ponen los nudillos blancos.

—Porque yo lo digo. ¿Vale?—asevera con los dientes apretados.

Naturalmente, me dirijo a la parte de atrás de la carpa de las fieras para ver lo que se supone Marlena no debe ver. Doblo la esquina en el mismo instante en que Pete le corta el cuello a un decrépito caballo gris. El animal relincha mientras su sangre sale disparada a dos metros del agujero que le ha abierto.

—¡Dios mío! —exclamo al tiempo que salto hacia atrás.

El corazón del caballo se va deteniendo y los chorros pierden fuerza. Al final, el animal cae de rodillas y se derrumba. Araña el suelo con las manos y luego se queda inmóvil. Tiene los ojos abiertos de par en par. Un charco de sangre oscura se extiende desde su cuello.

Pete me mira, todavía inclinado sobre el animal trémulo.

A su lado, atado a una estaca, hay un escuálido caballo bayo fuera de sí de miedo. Las ventanas de la nariz dilatadas, enrojecidas, los belfos abiertos. La soga que lo sujeta está tan tirante que parece que se va a romper. Pete pasa junto al caballo muerto, agarra la soga cerca de la cabeza del otro caballo y le cercena el cuello. Más chorros de sangre, más estertores de muerte, otro cuerpo que cae.

Pete está de pie, con los brazos caídos a los lados, arremangado hasta más arriba de los codos y el cuchillo ensangrentado todavía en la mano. Contempla al caballo hasta que muere, y después levanta la cara hacia mí.

Se limpia la nariz, escupe y vuelve a reanudar la labor que le ocupa.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora