CONTINUACIÓN

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Cuando Tío Al ha acabado de hacer su selección, nuestros hombres desmontan el resto de las carpas del circo, salvo los establos y la carpa de las fieras. Los trabajadores de los Hermanos Fox que quedan, que ya no pertenecen a ninguna plantilla, observan sentados, fumando y escupiendo tabaco de mascar entre los altos matorrales de zanahoria silvestre y cardos.

Al descubrir que las autoridades todavía no han hecho el recuento de los animales del circo de los Hermanos Fox, Tío Al hace que trasladen un puñado de caballos sin registrar de una tienda a otra. Asimilación, por llamarlo de algún modo. Y Tío Al no es el único al que se le ha ocurrido esa idea: un grupo de granjeros deambula por los lindes de la explanada provistos de arreos.

—¿Van a llevárselos así, sin más?—le pregunto a Pete.

—Probablemente —contesta—. No me preocupa lo más mínimo mientras no toquen a los nuestros. Pero ten los ojos abiertos. Tendrán que pasar uno o dos días antes de que todos sepamos de quién es cada cosa, y no quiero que desaparezca nada nuestro.

Los animales de tiro han hecho jornada doble, y los enormes caballos echan espuma y resoplan con fuerza. Convenzo a uno de los funcionarios que abra una toma de agua para darles de beber, pero siguen sin tener heno ni avena.

August regresa cuando estamos rellenando el último abrevadero.

—¿Qué demonios estáis haciendo? Los caballos van tres días en el tren... Sacadlos al pavimento y dadles una paliza para que no se vuelvan flojos.

—Y una mierda una paliza—contesta Pete—. Mira alrededor. ¿Qué crees que han estado haciendo las últimas cuatro horas?

—¿Has utilizado a nuestros animales?

—¿Y qué demonios querías que hiciera?

—¡Tenías que haber usado sus animales de carga!

—¡No conozco a sus putos animales de carga, joder! —grita Pete—. ¡Y qué sentido tiene usar a sus animales de carga si luego vamos a tener que darles una paliza a los nuestros para mantenerlos en forma!

August abre la boca; luego la cierra y se larga.

Al poco rato, varios camiones se concentran en la explanada. Uno tras otro van arrimándose a la cantina y descargan cantidades increíbles de comida. El personal de cocina se pone a trabajar y, al poco rato, la caldera está funcionando y el aroma a buena comida, a comida de verdad, invade toda la explanada.

La comida y la paja de los animales llegan poco después, en carromatos en vez de camiones. Cuando llevamos el heno en carretillas a la tienda de los establos, los caballos piafan, se revuelven y estiran los cuellos para robar bocados antes siquiera de que toque el suelo.

Los animales de la carpa de las fieras no se muestran menos felices de vernos: los monos chillan y se balancean de sus jaulas, dedicándonos sonrisas dentudas. Los carnívoros pasean. Los herbívoros alargan las cabezas gruñendo, gimiendo y hasta bramando agitados.

Abro la puerta del orangután y dejo en el suelo un recipiente de frutas, verduras y nueces. Cuando la cierro, saca su largo brazo de los barrotes y señala una naranja de otro recipiente.

—¿Eso? ¿Quieres eso?

Sigue señalándola mientras me mira fijamente. Sus rasgos son cóncavos, su cara como un ancho plato ribeteado de pelo rojo. Es la cosa más chocante y hermosa que he visto en mi vida.

—Toma —le digo dándole la naranja—. Puedes comértela.

La agarra y la deja en el suelo. Luego vuelve a alargar la mano. Tras algunos segundos de absoluta incomprensión, le ofrezco la mía. La envuelve con sus largos dedos y después la suelta. Se sienta sobre sus posaderas y pela la naranja.

Me quedo mirando asombrado. Me estaba dando las gracias.




—Bueno, pues ya está —dice August cuando salimos de la carpa. Me pone una mano encima del hombro—. Acompáñame a tomar un trago, muchacho. Hay limonada en la tienda de Marlena, y no es el zumo de calcetín que dan en el puesto de bebidas. Le pondremos una gotita de whisky, ¿eh, eh?

—Voy dentro de un momento—digo—. Tengo que echar un vistazo a los otros animales.

Debido a la peculiar situación de los animales de carga de los Hermanos Fox —cuyo número no deja de descender en toda la tarde—, yo me he ocupado de que se les diera agua y comida. Pero todavía no he visto cómo se encuentran los exóticos y los de pista.

—No —dice August con firmeza—. Ven conmigo ahora mismo.

Le miro, sorprendido por su tono.

—Vale. Está bien —digo—. ¿Sabes si se les ha dado agua y comida?

—Ya se les dará. Más tarde.

—¿Cómo? —pregunto.

—Ya se les dará agua y comida. Más tarde.

—August, hace casi cuarenta grados. No podemos dejarles sin agua por lo menos.

—Podemos y lo haremos. Así es como Tío Al hace negocios. El alcalde y él van a jugar al farol un rato, entonces el alcalde se dará cuenta de que no sabe qué hacer con las jirafas, las cebras y los leones, bajará los precios y entonces, y sólo entonces, entraremos en escena.

—Lo siento, pero no puedo hacer eso —digo dándome la vuelta para irme.

Su mano se cierra alrededor de mi brazo. Se pone delante de mí y se me acerca hasta que su cara está a escasos centímetros de la mía. Me pasa un dedo por la mejilla.

—Claro que puedes. Se les va a cuidar. Pero no ahora mismo. Así es como funcionan las cosas.

—Es una gilipollez.

—Tío Al ha convertido en un arte su manera de construir un circo. Somos lo que somos gracias a eso. ¿Quién demonios sabe lo que hay en esa carpa? Si es algo que no le interesa, vale. ¿A quién le importa? Pero si es algo que desea y tú le chafas la negociación y tiene que pagar más por tu culpa, puedes estar seguro de que Al te va a chafar a ti. ¿Lo has entendido?—habla con los dientes apretados—. ¿Lo... has... entendido?—repite, haciendo una pausa después de cada palabra.

Le miro a los ojos, que no parpadean.

—Perfectamente —digo.

—Bien —dice. Retira el dedo de mi cara y retrocede de un paso—. Bien—dice otra vez asintiendo con la cabeza y permitiendo que se le relaje la cara. Suelta una carcajada forzada—. Te diré una cosa: ese whisky nos va a venir muy bien.

—Creo que voy a pasar.

Me mira un instante y se encoge de hombros.

—Como quieras —dice.

Me siento a cierta distancia de la carpa en la que se alojan los animales y contemplo con creciente consternación. Una inesperada ráfaga de viento ahueca una de las paredes laterales. No corre ni la más mínima brisa. Nunca he sido más consciente del calor que cae sobre mi cabeza y de la sequedad de mi garganta. Me quito el sombrero y me paso un brazo mugriento por la frente.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora