CONTINUACIÓN

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—¿De qué iba todo eso? —dice Walter en cuanto cruzo la puerta.

—De nada —digo.

—Sí, claro. He estado aquí todo el rato. Larga de una vez, <<Doc>>.

Titubeo.

—Es uno de los chicos del Escuadrón Volador. Se encuentra mal.

—Bueno, eso era bastante evidente. ¿Tú cómo le has encontrado?

—Asustado. Y, con toda franqueza, no me extraña. Quiero que le vea un médico, pero estoy sin un centavo, y él también.

—No por mucho tiempo. Mañana es día de paga. Pero ¿qué síntomas tiene?

—Pérdida de la sensibilidad en las piernas y brazos y... bueno, y otras cosas.

—¿Qué otras cosas?

Bajo la mirada.

—Ya sabes...

—Ah, mierda —dice Walter. Se sienta en la cama—. Es lo que me imaginaba. No necesitáis un médico. Tiene pata de jengibre.

—¿Que tiene qué?

—Pata de jengibre. O pie de extracto. O pierna de madera. Da igual..., todo es lo mismo.

—Nunca he oído hablar de eso.

—Alguien hizo una remesa de esencia de jengibre tóxico, le metió plastificantes o algo así. Se distribuyó por todo el país. Una botella mala, y se acabó.

—¿Qué quieres decir con <<se acabó>>?

—Parálisis. Puede empezar en cualquier momento a partir de las dos semanas de beber ese mejunje.

Estoy horrorizado.

—¿Cómo coño sabes tú eso?

Se encoge de hombros.

—Ha salido en los periódicos. Acaban de descubrir lo que provoca, pero hay montones de afectados. Puede que decenas de miles. Sobre todo en el sur. Pasamos por allí de camino a Canadá. Tal vez fuera allí donde compró la esencia.

Hago una pausa antes de la siguiente pregunta.

—¿Se puede curar?

—No.

—¿No se puede hacer nada de nada?

—Ya te lo he dicho. Se acabó. Pero si quieres gastarte el dinero en que un médico te diga esto mismo, adelante.

Fuegos artificiales en blanco y negro explotan delante de mis ojos, unos dibujos cambiantes y luminosos que tapan todo lo demás. Me derrumbo en el jergón.

—Eh, ¿te encuentras bien? —dice Walter—. Anda, amigo. Te has puesto un poco verde. No irás a vomitar, ¿verdad?

—No —digo. El corazón me late con fuerza. La sangre me palpita en los oídos. Acabo de recordar la botella de líquido salobre que Camel me ofreció el primer día de espectáculo—. Estoy bien, gracias.



Al día siguiente, nada más desayunar, Walter y yo nos ponemos en la fila delante del carromato rojo con todos los demás. A las nueve en punto el hombre de la ventanilla hace pasar a la primera persona, un peón. Unos momentos después baja como una tromba, maldiciendo y escupiendo al suelo. El siguiente —otro peón— también sale presa de un ataque de ira.

Los presentes en la cola se miran unos a otros, murmurando a hurtadillas.

—Oh, oh —dice Walter.

—¿Qué está pasando?

—Parece que Tío Al está haciendo una de las suyas.

—¿Qué quieres decir?

—La mayoría de los circos retienen parte de la paga hasta el final de la temporada. Pero cuando Tío Al está sin blanca, se queda con todo.

—¡Maldita sea! —digo al ver que un tercer hombre sale hecho una furia. Otros dos trabajadores, con la cara larga y cigarrillos liados a mano entre los labios, se retiran de la fila—. Y entonces, ¿por qué nos tomamos la molestia?

—Sólo se aplica a los trabajadores —dice Walter—. Los artistas y los jefes cobran siempre.

—Yo no soy ninguna de las dos cosas.

Walter me mira durante un par de segundos.

—No, es verdad. Lo cierto es que no sé qué puñetas eres, pero cualquiera que come en la mesa del director ecuestre no es un peón. Eso sí puedo asegurártelo.

—¿Y esto pasa a menudo?

—Sí —dice Walter. Está aburrido y rasca el suelo con el pie.

—¿Alguna vez les paga lo que les debe?

—No creo que nadie haya confirmado esa teoría. La opinión más extendida es que si te debe más de cuatro semanas es mejor que no vuelvas a aparecer el día de pago.

—¿Por qué? —digo observando a otro desarrapado más que sale envuelto en un torbellino de maldiciones. Otros tres peones abandonan la fila delante de nosotros. Se vuelven al tren con los hombros caídos.

—Básicamente, porque no te conviene que Tío Al empiece a verte como un riesgo financiero, porque si lo hace, desapareces cualquier noche.

—¿Cómo? ¿Te dan luz roja?

—Como hay Dios.

—Me parece un poco exagerado. Quiero decir que ¿por qué no abandonarlos simplemente?

—Porque les debe dinero. ¿Qué consecuencias crees que tendría eso?

Ahora soy el segundo de la fila, detrás de Lottie. Su pelo rubio, peinado en cuidados caracolillos, brilla al sol.

El hombre que atiende la ventanilla del carromato rojo le hace un gesto para que se acerque. Charlan amigablemente mientras él separa unos cuantos billetes de su fajo. Cuando se los entrega a la mujer, ella se chupa el índice y los cuenta. Luego los enrolla y se los guarda en el escote del vestido.

—¡El siguiente!

Doy un paso adelante.

—¿Nombre? —dice el hombre sin levantar la mirada. Es un tipo bajito y calvo con un flequillo de pelo ralo y gafas de montura de metal. Su mirada está clavada en el libro de contabilidad que tiene delante.

—Jacob Jankowski —digo mirando por encima de él. El interior del carromato está forrado de paneles de madera tallada y el techo está pintado. Hay una mesa de despacho y una caja fuerte al fondo, y un lavabo pegado a la pared. En la pared de enfrente cuelga un mapa de los Estados Unidos con chinchetas de colores clavadas. Nuestra ruta, presumiblemente.

El hombre desliza el dedo sobre el libro de contabilidad. Se detiene en un punto y lo mueve hacia la columna de la derecha.

—Lo siento —dice.

—¿Cómo que lo siente?

Levanta la mirada hacia mí, la viva imagen de la sinceridad.

—A Tío Al no le gusta que nadie acabe la temporada sin un chavo. Siempre retiene la paga de cuatro semanas. Te lo darán al final de la temporada. ¡El siguiente!

—Pero lo necesito ahora.

Clava los ojos en mí con una expresión implacable.

—Lo tendrás al final de la temporada. ¡El siguiente!

Mientras Walter se acerca a la ventanilla abierta, yo me retiro, deteniéndome el tiempo justo para escupir en el suelo.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora