CONTINUACIÓN

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El jefe de la policía, miembro de nuestra congregación, me espera en el andén vestido de calle. Me recibe con un incómodo saludo de cabeza y un rígido apretón de manos. Casi como si se lo pensara mejor, me arrastra a un violento abrazo. Me da unos sonores golpes en la espalda y me separa de un empujón acompañado de un sollozo. Luego me lleva al hospital en su propio coche, un Phaeton de dos años que debe de haberle costado un riñón. Hay muchas cosas que la gente habría hecho de diferente manera si hubieran sabido lo que iba a pasar aquel aciago octubre.
El forense nos conduce hasta el sótano y desparece tras una puerta, dejándonos en el pasillo. Al cabo de unos minutos aparece una enfermera que sujeta la puerta abierta como silenciosa invitación. No hay ventanas. En una pared cuelga un reloj, pero, por lo demás, la habitación está desnuda. Es suelo es de linóleo, verde oliva y blanco, y en el centro hay dos camillas. Encima de cada una de ellas hay un cuerpo cubierto con una sábana. No soy capaz de asimilarlo. Ni siquiera podría distinguir dónde están los pies y la cabeza.
-¿Está preparado? - dice el forense colocándose entre nosotros.
Trago saliva y asiento. Una mano se posa en mi hombro. Es la del jefe de policía.
El forense descubre primero a mi padre y luego a mi madre.
No parecen mis padres, y sin embargo no pueden ser nadie más. La muerte los cubre por completo: en los multicolores dibujos de sus torsos golpeados, el morado berenjena sobre blanco sin sangre; en las cuencas de sus ojos, hundidas, huecas. Mi madre -tan bella y meticulosa en la vida-exhibe una mueca tensa en la muerte. Su pelo está enmarañado y manchado de sangre, pegado al agujero de su cráneo fracturado. La boca abierta, la barbilla retraída como si estuviera roncando.
Me giro en el momento en que el vómito fluye de mi boca. Hay alguien preparado con una palangana en forma de riñón, pero no acierto y oigo cómo el líquido cae al suelo y salpica las paredes. Lo oigo porque tengo los ojos cerrados con fuerza. Vomito una y otra vez, hasta que no me queda nada dentro. A pesar de eso, sigo doblado y con arcadas hasta que empiezo a pensar si es posible darse la vuelta como un guante.
Me llevan a otro sitio y me plantan en una silla. Una amable enfermera vestida con uniforme almidonado me trae un café que deja en la silla de al lado hasta que se queda frío.
Después viene el capellán y se sienta a mi lado. Me pregunta si hay alguien al que deba llamar. Le digo que todos mi parientes están en Polonia. Me pregunta por los vecinos y los miembros de nuestra iglesia, pero por mucho que lo intento no consigo recordar ni un sólo nombre. Ni uno. No estoy seguro de que recordara el mío si me lo preguntaran.
Cuando se va, me levanto. Hay poco más de tres kilómetros hasta nuestra casa, y llego justo cuando el último rayo de sol se desliza por el horizonte.
La entrada de coches está vacía. Naturalmente.
Me quedo en el patio de atrás, con la maleta en la mano y la mirada perdida en el edificio alargado y bajo que hay detrás de la casa. Sobre la entrada se lee un cartel nuevo, con letras negras brillantes:

E. JANKOWSKI E HIJO
Veterinarios

Al cabo de una rato me giro hacia la casa, remonto los escalones y abro la puerta de atrás.
La posesión más preciada de mi padre -una radio Philco- está en la encimera de la cocina. El jersey azul de mi madre cuelga del respaldo de una silla. Sobre la mesa de la cocina hay ropa blanca planchada, y un jarrón con violetas marchitas. Un bol boca abajo, dos platos y un puñado de cubiertos están puestos a escurrir encima de un trapo de cuadros extendido junto al fregadero.
Esta mañana tenía padres. Esta mañana tomaron el desayuno.
Caigo de rodillas allí mismo, en la puerta de atrás, y aúllo con la cabeza entre las manos.

Las señoras del ropero parroquial, advertidas de mi regreso por la mujer del jefe de policía, no tardan mucho en lanzarse sobre mí.
Todavía estoy en la entrada, con la cabeza apoyada en las rodillas. Oigo el crujido de la gravilla bajo los neumáticos,puertas de coches que se cierran, y acto seguido me encuentro rodeado de carne flácida, estampados florales y manos enguantadas. Me siento estrujado contra pechos blandos, atosigado por sombreros con velo y envuelto en jazmín, lavanda y agua de rosas. La muerte es un asunto muy formal y se han vestido con sus galas de los domingos. Me dan palmaditas, dramatizan y, sobre todo, cacarean.
Qué pena, qué pena tan grande. Y, además, una gente tan buena. Es difícil aceptar una desgracia tan terrible, por supuesto, pero los caminos del buen Dios son inescrutables. Ellas se ocuparán de todo. La habitación de invitados de la casa de Jim y Mabel Neurater ya está preparada. No tengo que preocuparme por nada.
Agarran mi maleta y me llevan hasta el coche que han dejado en marcha. Jim Neurater, con expresión sombría, está al volante, haciéndolo con ambas manos.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora