CONTINUACIÓN

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Cuando vuelvo con la comida de Camel, Walter no está. Regresa al cabo de unos minutos con una botella grande de whisky en cada mano.

—Que Dios te bendiga —ríe Camel, que ya está sentado en el rincón. Señala a Walter con una mano desmayada—. ¿De dónde diantres has sacado eso?

—Un amigo del vagón restaurante me debe un favor. He pensado que a todos nos vendría bien olvidar esta noche.

—Bueno, pues dale —dice Camel—. Deja ya de gimotear y pásala.

Walter y yo le fulminamos con la mirada al mismo tiempo.

Las líneas de la cara arrugada de Camel se fruncen aún más.

—Joder, pues sí que sois un par de lloricas, ¿no? ¿Qué os pasa? ¿Alguien os ha escupido en la sopa?

—Venga. No le hagas ni caso—dice Walter poniéndome una botella de whisky pegada al pecho.

—¿Cómo que no me haga ni caso? En mis tiempos a los chicos les enseñaban a tener respeto a los mayores.

En vez de responder, Walter se lleva la otra botella y se agacha a su lado. Cuando Camel intenta agarrarla, Walter le retira la mano.

—De eso nada, viejo. Si la tiras seremos tres los lloricas.

Levanta la botella hasta los labios de Camel y se la sujeta mientras da media docena de tragos. Parece un bebé tomando el biberón. Walter se gira y se apoya en la pared. Entonces él también da un largo trago.

—¿Qué pasa? ¿No te gusta el whisky? —dice limpiándose la boca y señalando la botella que tengo sin abrir en la mano.

—Claro que me gusta. Oye, no tengo nada de dinero, así que no sé cuándo podré pagártela, pero ¿me la puedo quedar?

—Ya te la he dado.

—No, quiero decir... ¿Puedo llevármela?

Walter me observa un instante con los ojos medio cerrados.

—Es una mujer, ¿verdad?

—No.

—Mientes.

—No miento.

—Te apuesto cinco pavos a que es una mujer —dice dando otro trago. Su nuez sube y baja y el líquido marrón desciende casi tres centímetros. Es asombrosa la rapidez a la que pueden tragar el alcohol más fuerte Camel y él.

—Es una hembra —digo.

—¡Ja! —suelta Walter—. Será mejor que ella no te oiga decir eso. Aunque sea quien sea, y sea lo que sea, siempre será mejor que la que ha estado ocupando tus pensamientos últimamente.

—Tengo que desagraviarla—digo—. Hoy la he defraudado.

Walter me mira, comprendiendo de repente.

—¿Me das un poco más de eso?—dice Camel irritado—. Puede que él no quiera, pero yo sí. Y no es que le culpe por querer un poquito de marcha. Sólo se es joven una vez. Como yo digo, hay que aprovechar mientras se puede. Sí, señor, aprovechar mientras se puede. Aunque te cueste una botella de néctar.

Walter sonríe. Una vez más, acerca la botella a los labios de Camel y le deja que dé unos cuantos tragos largos. Luego le pone el tapón, se estira hacia mí aún en cuclillas y me la da.

—Llévale también ésta. Dile que yo también lo siento. Que lo siento mucho, de verdad.

—¡Eh! —grita Camel—. ¡No hay mujer en el mundo que valga dos botellas de whisky! ¡Venga ya!

Me levanto y meto una botella en cada bolsillo de mi chaqueta.

—¡Eh, venga ya! —gimotea Camel—. Oh, esto no es justo.

Sus quejas y protestas me siguen hasta que dejo de oírle.


Está oscureciendo, y el parte del tren que ocupan los artistas han empezado ya varias fiestas, incluyendo una —no puedo evitar darme cuenta— en el vagón de August y Marlena. No habría asistido, pero es significativo que no me hayan invitado. Supongo que August y yo volvemos a estar enfrentados; o más exactamente, puesto que yo ya le odio más de lo que he odiado a nadie ni a nada en toda mi vida, supongo que yo estoy enfrentado a él.

Encuentro a Rosie al fondo de la carpa de las fieras, y cuando mis ojos se acostumbran a la penumbra veo que hay alguien junto a ella. Es Greg, el hombre del huerto de repollos.

—Hola —le digo al acercarme.

Vuelve la cabeza. Tiene en la mano un tubo de pomada de zinc y se la está aplicando a Rosie en la piel herida. Hay un par de docenas de puntos blancos, tan sólo en este lado.

—Jesús —digo al examinarla. Gotas de sangre y suero brotan por debajo del zinc.

Sus ojos color ámbar buscan los míos. Parpadea con esas pestañas escandalosamente largas y suspira, una tremenda exhalación de aire que le sacude toda la trompa.

Me siento invadido por la culpabilidad.

—¿Qué quieres? —gruñe Greg sin abandonar su tarea.

—Sólo quería ver cómo estaba.

—Bueno, pues ya lo has visto, ¿no? Ahora, si me perdonas... —dice desentendiéndose de mí. Se vuelve hacia ella—. Nogę —dice—. No, daj nogę!

Al cabo de un instante, la elefanta levanta la pata y la mantiene en el aire. Greg se arrodilla y le pone un poco de pomada en la articulación, justo delante de su extraño pecho gris, que cuelga de su tronco como el de una mujer.

Festes dobrą dziewczynką —dice incorporándose y enroscando el tapón de la pomada—. Potóz nogę.

Rosie vuelve a poner la pata en el suelo.

Masz, moja piękna —dice rebuscando en el bolsillo. La trompa de la elefanta se mueve, investiga. Él saca un caramelo de menta, le quita el envoltorio y se lo da. La elefanta se lo arranca de la mano ágilmente y se lo mete a la boca.

Les miro alucinado, creo que hasta puede que tenga la boca abierta. En el breve tiempo de dos segundos, mi memoria ha recorrido un zigzag desde su incapacidad para actuar y su historia con la rampa, hasta el robo de la limonada y otra vez para atrás hasta el huerto de repollos.

—Dios del cielo —digo.

—¿Qué? —dice Greg acariciándole la trompa.

—Te entiende.

—Sí, ¿y qué?

—¿Cómo que y qué? Dios mío, ¿tienes la menor idea de lo que eso significa?

—Espera un momentito —dice Greg cuando me voy a acercar a Rosie. Interpone su hombro entre nosotros con cara de pocos amigos.

—No me hagas reír —le digo—. Por favor. Una de las últimas cosas que haría en el mundo sería hacerle daño a este animal.

Él me sigue mirando con desconfianza. No estoy muy seguro de que no intente atacarme por la espalda, pero me vuelvo hacia Rosie de todas formas. Ella parpadea.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora