QUINCE

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Camel pasa los días escondido detrás de los baúles, tumbado sobre unas mantas que Walter y yo hemos dispuesto para proteger su maltrecho cuerpo del suelo. La parálisis está tan avanzada que no sé si podría salir a rastras aunque quisiera, pero tiene tanto miedo de que le pillen que ni siquiera lo intenta. Todas las noches, cuando el tren ya está en marcha, separamos los baúles y le ayudamos a apoyarse en la pared o ir hasta el camastro, dependiendo de si quiere sentarse o seguir tumbado. Es Walter el que ha insistido en que se acueste en el camastro, y yo, a mi vez, me he empeñado en que él duerma en el jergón. O sea que yo no he vuelto a dormir en la manta de caballo en el rincón.

A los dos días escasos de nuestra convivencia, los temblores de Camel son tan violentos que no puede ni hablar. Walter lo descubre a mediodía, cuando vuelve al vagón a traerle algo de comida a Camel. Éste está tan mal que Walter va a buscarme a la carpa de las fieras para contármelo, pero August está observando, así que no puedo ir al tren.

Casi es medianoche cuando Walter y yo esperamos sentados en el camastro a que arranque el tren. En el mismo instante en que se mueve, nos levantamos y retiramos los baúles de la pared.

Walter se arrodilla, le pone las manos debajo de las axilas a Camel y le ayuda a sentarse. Luego saca una petaca del bolsillo.

Cuando los ojos de Camel recuperan la luz, buscan la cara de Walter. Luego se llenan de lágrimas.

—¿Qué es eso? —pregunto rápidamente.

—¿Qué coño crees que es? —dice Walter—. Es licor. Licor auténtico. Del bueno.

Camel se lanza por la botella con manos temblorosas. Walter, todavía sujetándole en posición erguida, le quita el tapón y la acerca a los labios del viejo.



Pasa otra semana y Marlena sigue enclaustrada en su compartimento. Ahora siento una necesidad tan grande de verla que me sorprendo a mí mismo maquinando formas de espiar por su ventana sin ser descubierto. Afortunadamente, el sentido común se impone.

Todas las noches, tumbado en mi apestosa manta del rincón, repaso nuestra última conversación, adorada palabra tras adorada palabra. Revivo una y otra vez la misma atormentada situación, desde el arrebato de la alegría incrédula a mi devastadora decepción. Sé que pedirme que me fuera era lo único que podía hacer, pero, aun así, me cuesta sobrellevarlo. El solo recuerdo me deja tan alterado que me revuelvo en la manta hasta que Walter me dice que pare, porque no le dejo dormir.





Y seguimos adelante. En la mayoría de las ciudades no nos quedamos más que una noche, aunque solemos hacer una parada de dos días los domingos. Durante el trayecto entre Burlington y Keokuk, Walter —con la ayuda de una generosa cantidad de whisky— logra sacarle a Camel el nombre y la última dirección conocida de su hijo. En las siguientes paradas, Walter se marcha a la ciudad nada más a desayunar y no regresa hasta que es casi la hora del espectáculo. Cuando llegamos a Springfield ha conseguido establecer contacto.

Al principio, el hijo de Camel niega su relación. Pero Walter es insistente. Día tras día va a la ciudad a negociar mediante telegramas, y al viernes siguiente el hijo acepta reunirse con nosotros en Providence y hacerse cargo del anciano. Eso significa que tendremos que mantener nuestro sistema de hospedaje algunas semanas más, pero al menos es una solución. Y es mucho mejor que lo que teníamos hasta ahora.





Lucinda la Linda muere en Terreno Haute. Cuando Tío Al se recupera de su demoledor pero breve desconsuelo, organiza una ceremonia de despedida para <<nuestra adorada Lucinda>>.

Una hora después de que se haya firmado el certificado de defunción, colocan a Lucinda en el tanque del carromato del hipopótamo, al que enganchan un tiro de veinticuatro caballos percherones negros con plumas en la cabeza.

Tío Al se sube al pescante con el cochero, prácticamente roto de dolor. Al cabo de unos instantes mueve los dedos para dar salida a la procesión de Lucinda. Ésta recorre a paso lento las calles de la ciudad, seguida a pie por todos los miembros de El Espectáculo Más Deslumbrante de los Hermanos Benzini que merecen ser vistos. Tío Al, desolado, llora y se suena la nariz con un pañuelo rojo y sólo levanta la mirada para comprobar que el paso de la comitiva permite que se vaya reuniendo una buena multitud.

Las mujeres van inmediatamente detrás del carro del hipopótamo, todas vestidas de negro y enjugándose los ojos con elegantes pañuelos de encaje. Yo voy más atrás, rodeado por todas partes de hombres afligidos, con las caras brillantes por las lágrimas. Tío Al ha prometido tres dólares y una botella de whisky canadiense al que ofrezca la mejor representación. Nunca se ha visto dolor semejante... Hasta los perros aúllan.

Casi un millar de vecinos de la ciudad nos siguen cuando volvemos a la explanada. Todos se quedan en silencio cuando Tío Al se pone de pie en el carruaje.

Se quita el sombrero y se lo pone contra el pecho. Saca un pañuelo y se lo pasa por los ojos. Luego pronuncia un discurso conmovedor, tan emocionado que apenas puede contenerse. Cuando acaba dice que, si por él fuera, suspendería la función de esta noche por respeto a Lucinda. Pero no puede hacer eso. Es algo que se escapa a su decisión. Es un hombre de honor, y en su lecho de muerte Lucinda le agarro la mano y le hizo prometer —no, jurar— que no permitiría que lo que era su ya inminente final interfiriera en la rutina del espectáculo y defraudara a los miles de personas que esperaban ir al circo aquel día.

—Porque, después de todo...—Tío Al hace una pausa y se lleva una mano al pecho, sollozando compasivamente. Levanta los ojos al cielo mientras las lágrimas ruedan por sus mejillas.

Las mujeres y los niños del público lloran abiertamente. Una mujer de las primeras filas se lleva un brazo a la frente y se desploma mientras los hombres que tiene a ambos lados se apresuran a recogerla.

Tío Al se recupera con evidente esfuerzo, aunque no puede evitar que los labios le sigan temblando. Asiente con la cabeza despacio y continúa:

—Porque, después de todo, como nuestra querida Lucinda sabía muy bien... el espectáculo debe continuar.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora