Cecil está discutiendo con un sujeto de cara enrojecida. Éste da un paso adelante, apoya las manos en el pecho de Cecil y le da un empujón. La gente se separa y Cecil cae contra el faldón de rayas de su tarima. Los espectadores se arremolinan y se ponen de puntillas para ver mejor.
Paso entre ellos como una flecha en el mismo momento en que el otro sujeto se lanza sobre él y lanza un golpe. Tiene el puño a un centímetro de Cecil cuando lo agarro por el aire y le retuerzo el brazo por la espalda. Le echo el otro por el cuello y tiro de él hacia atrás. Se revuelve y me agarra con fuerza. Yo aprieto más fuerte hasta que mis tendones se clavan en su tráquea, y así le llevo, medio a rastras, medio a la carretera, hasta el centro del paseo. Allí le tiro al suelo. Se queda ahí tirado, envuelto en una nube de polvo, resollando y frotándose el cuello.
Al cabo de unos segundos, pasan a mi lado como una exhalación dos hombres trajeados, le levantan por los brazos y se lo llevan en volandas, sin dejar de toser, en dirección a la ciudad. Se inclinan hacia él, le dan palmaditas en la espalda y le susurran palabras de ánimo. Le colocan bien el sombrero que, milagrosamente, ha permanecido bien en su sitio.
—Buen trabajo —dice Wade dándome una palmada en el hombro—. Bien hecho. Volvamos. Ésos se ocuparán de él a partir de ahora.
—¿Quiénes son? —digo examinando la franja de largos arañazos perlados de sangre en no antebrazo.
—Seguridad. Ellos le calmarán y le quitarán el enfado. Así no se agarrará ningún sofoco —se vuelve para dirigirse a los presentes y da una sonora y única palmada, frotándose luego las manos—. Muy bien, amigos. Todo está en orden. No hay nada más que ver.
La muchedumbre se resiste a irse. Cuando el hombre y su escolta desaparecen por fin detrás de un edificio de ladrillo rojo, comienzan a dispersarse, pero sin dejar de volver la mirada curiosos, temiendo perderse algo.
Jimmy se abre paso entre los rezagados.
—Oye —me dice—, Cecil quiere verte.
Me precede hasta el otro extremo. Cecil está sentado en el borde de una silla plegable. Tiene las piernas y los pies, enfundados en polainas, estirados. La cara, roja y húmeda, y se abanica con un programa. Con la mano libre se palpa varios de los bolsillos y la mete al fin en el chaleco. Saca una botella plana y cuadrada, separa los labios y le quita el tapón de corcho con los dientes. Lo escupe a un lado y empina la botella. Luego se percata de mi presencia. Me mira fijamente un instante, con la botella apoyada en los labios. La baja de nuevo y la deja reposar sobre su redonda barriga. Repiquetea con los dedos sobre ella mientras me estudia.
—Te has defendido muy bien ahí fuera —dice por fin.
—Gracias, señor.
—¿Dónde aprendiste eso?
—No sé. Jugando al fútbol. En la escuela. Luchando con el clásico toro que se resistía a separarse de sus testículos.
Me mira un momento más, sigue tamborileando con los dedos, los labios fruncidos.
—¿Ya te ha encontrado Camel un puesto en el circo?
—No, señor. Oficialmente no.
Otro prolongado silencio. Entorna los ojos hasta que no son más que unas pequeñas ranuras.
—¿Sabes tener la boca cerrada?
—Sí, señor.
Pega un largo trago de la botella y relaja los ojos.
—Vale, de acuerdo entonces —dice asintiendo lentamente.
Ya es de noche, y mientras los retorcidos están entreteniendo a un fascinado público en la gran carpa yo me encuentro al fondo de una tienda mucho más pequeña en la parte más alejada de la explanada, oculta tras una fila de carromatos de equipaje y accesible sólo por el boca a boca y previo pago de una entrada de cincuenta centavos. El interior está en penumbra, iluminado por una ristra de bombillas rojas que arrojan un resplandor sobre la mujer que se quita la ropa metódicamente.
Mi trabajo consiste en mantener el orden y, de vez en cuando, dar unos golpes en la lona con un tubo de metal, con el fin de desanimar a los posibles mirones; o mejor dicho, de animar a los mirones a que pasen por la puerta y paguen los cincuenta centavos. También tengo que sofocar como comportamientos como que el que he presenciado antes, aunque no creo que el tipo que estaba tan furioso esta tarde tuviera motivo aquí de queja.
Hay doce filas de sillas plegables, todas ellas ocupadas. Pasa de mano en mano una botella de whisky ilegal de las que beben a ciegas porque ninguno quiere retirar los ojos del escenario.
La mujer es una escultural pelirroja con unas pestañas demasiado largas para ser auténticas y un lunar pintado cerca de sus labios carnosos. Sus piernas son largas, sus caderas redondeadas, su pecho despampanante. No lleva encima más que una braguita minúscula, un chal traslúcido y brillante y un sujetador gloriosamente desbordado. Sacude los hombros marcando gelatinosamente el ritmo que le marca la pequeña banda de música que tiene a la derecha.
Da unos cuantos pasos, deslizándose por el escenario sobre sus chinelas adornadas con plumas. El tambor redobla y ella se detiene abriendo la boca con un gesto de falsa sorpresa. Echa la cabeza hacia atrás exhibiendo el cuello y bajando las manos para ponerlas alrededor de las copas del sujetador. Se inclina hacia delante y las estruja hasta que la carne sale entre sus dedos.
Examino las paredes laterales. Las puntas de un par de zapatos asoman por el borde de la lona. Me acerco muy pegado a la pared. Una vez junto a los zapatos, levanto el trozo de la tubería y doy un golpe en la lona. Se oye un gruñido y los zapatos desaparecen. Me quedo un rato con el oído pegado a la costura, y luego regreso a mi sitio.
La pelirroja se mueve al ritmo de la música acariciando el chal con las uñas pintadas. El chal lleva hilos de oro o de plata entretejidos y brilla cuando lo desliza adelante y atrás por encima de los hombros. De repente, adelanta la cintura, echa la cabeza hacia atrás y agita todo el cuerpo.
Los hombres aúllan. Dos o tres se levantan y agitan los puños en señal de ánimo. Observo a Cecil, cuya mirada de acero me dice que esté al quite.
La mujer se yergue, da la vuelta y se dirige decidida al centro del escenario. Se pasa el chal entre las piernas, frotándose lentamente contra él. Del público se elevan gruñidos. Se gira de manera que nos mira a nosotros y sigue pasándose el chal, adelante y atrás, tirando tanto de él que se adivina la hendidura de su vulva.
—¡Quítatelo, nena! ¡Quítatelo todo!
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Agua para Elefantes
RomanceEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...