CONTINUACIÓN

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Cuando la bandera naranja y azul se iza sobre la cantina anunciando la cena, un puñado de nuevos empleados del circo de los Hermanos Benzini se suman a la fila, reconocibles por los tickets rojos que llevan en la mano. El hombre gordo ha tenido suerte, lo mismo que la mujer barbuda y un grupo de enanos. Tío Al sólo se ha quedado con artistas, aunque un pobre desgraciado se ha encontrado nuevamente despedido en cuestión de minutos cuando August le ha pillado mirando a Marlena con excesiva admiración al salir del vagón de dirección.

Otros cuantos intentan meterse en la fila, pero ninguno consigue burlar a Ezra. Su único trabajo consiste en conocer a todos los trabajadores del circo, y Dios sabe que se le da muy bien. Cuando señala con el pulgar a uno de ellos, Blackie interviene para hacerse cargo. Uno o dos de los rechazados logran trincar un puñado de comida antes de salir de la cantina volando por los aires.

Hombres sombríos y silenciosos recorren el perímetro con ojos de hambre. Cuando Marlena se retira del mostrador de la comida, uno de los hombres se dirige a ella. Es alto y flaco, con las mejillas marcadas por profundas arrugas. En otras circunstancias, probablemente sería guapo.

—Señora... Oiga, señora. ¿Puede darme un poco? ¿Un trozo de pan nada más?

Marlena se para y le observa. Su expresión es vacía, su mirada desesperada. Ella mira su plato.

—Venga, señora. Tenga corazón. No he comido desde hace dos días—se pasa la lengua por los labios agrietados.

—Sigue adelante —le dice August a Marlena tomándola del codo y llevándola con firmeza hacia la mesa del centro de la carpa. No es nuestra mesa habitual, pero he notado que la gente no suele discutir con August. Marlena se sienta en silencio, mirando de vez en cuando al hombre de fuera.

—Oh, no hay nada que hacer —dice ella tirando los cubiertos sobre la mesa—. No puedo comer con esa pobre gente ahí fuera —se levanta y coge su plato.

—¿A dónde vas? —le pregunta August secamente.

Marlena le devuelve la mirada.

—¿Cómo voy a sentarme aquí y comer cuando ellos no han probado bocado en dos días?

—Ni se te ocurra darle eso —dice August—. Y ahora siéntate.

Los ocupantes de algunas otras mesas se vuelven a mirarnos. August les sonríe con nerviosismo y se inclina hacia Marlena.

—Cariño —le dice atropelladamente—, sé que esto es muy duro para ti. Pero si le das comida a ese hombre, le animarás a seguir merodeando, y luego ¿qué? Tío Al ya ha escogido a los trabajadores. Éste no ha sido uno de ellos. Tiene que seguir su camino y ya está, y cuanto antes mejor. Es por su bien. Ésa es la verdadera generosidad.

Marlena contrae los ojos. Deja el plato en la mesa, pincha una chuleta de cerdo con el tenedor y la pone encima de una rebanada de pan. Le quita el pan a August, lo pone encima de la chuleta y sale como una exhalación.

—¿A dónde crees que vas? —grita August.

Ella va directa hasta el hombre flaco, le agarra la mano y le planta el bocadillo en ella. Luego se marcha entre los aplausos dispersos y los silbidos del lado de los trabajadores.

August tiembla de rabia, una vena palpita en su sien. Al cabo de unos instantes se levanta y coge su plato. Tira su contenido en el cubo de basura y se va.

Yo miro mi plato. Está repleto de chuletas de cerdo, verduras y puré de patatas. He trabajado como una mula todo el día, pero no puedo probar bocado.





A pesar de que son casi las siete de la tarde, el sol está todavía alto y el aire es cálido. El terreno es muy diferente al que hemos dejado en el noroeste. Aquí es llano y seco como un hueso. La explanada está cubierta de hierba, pero es marrón y está pisoteada, quebradiza como la paja. En los límites, cerca de las vías, han crecido largos hierbajos —plantas resistentes con tallos finos, hojas pequeñas y flores compactas— concebidos para no perder más energía que la necesaria para alzar sus brotes al cielo.

Al pasar por la tienda de establos veo a Kinko protegido por su escasa sombra. Queenie está agachada delante de él, haciendo unas deposiciones muy líquidas, y avanza unos centímetros tras cada nuevo chorro de diarrea.

—¿Qué le pasa? —digo deteniéndome a su lado.

Kinko me mira con odio.

—¿A ti qué te parece? Tiene cagalera.

—¿Qué ha comido?

—¿Quién coño lo sabe?

Me aproximo y observo de cerca uno de los charquitos buscando parásitos. Parece que está limpia.

—Vete a ver si tienen miel en la cocina.

—¿Eh? —dice Kinko estirándose y mirándome con los ojos entornados.

—Miel. Y si puedes conseguir un poco de polvo de olmo, añádeselo también. Pero la miel sola debería ser suficiente para curarla —digo.

Me mira fijamente durante unos instantes con los brazos en jarras.

—De acuerdo —dice inseguro. Luego se vuelve hacia la perra.

Sigo mi camino, deteniéndome finalmente en una campa de hierba a cierta distancia de la carpa de las fieras de los Hermanos Fox. Se alza inmersa en una ominosa soledad, como si estuviera rodeada de un campo de minas. Nadie se acerca a menos de veinte metros de distancia. Las condiciones dentro deben ser horribles, pero, aparte de atar a Tío Al y a August y asaltar los vagones de agua, no se me ocurre ninguna solución. Me voy sintiendo más y más desesperado hasta que ya no puedo seguir sentado. Me pongo de pie y me dirijo hacia nuestra carpa de las fieras.

Incluso con la ventaja de uno abrevaderos llenos de agua y de la corriente de aire, los animales se encuentran en un estado de estupor debido al calor. Las cebras, jirafas y otros herbívoros permanecen de pie, pero con los cuellos estirados y los ojos medio cerrados. Hasta el yak está inmóvil, a pesar de las moscas que se pasean zumbando alrededor de sus ojos y orejas. Le espanto unas cuantas, pero vuelven a posarse inmediatamente.

No hay nada que hacer.

El oso polar está tumbado sobre su estómago, con la cabeza y el hocico estirados hacia delante. En reposo parece inofensivo, casi delicado, con la mayor parte de su masa corporal concentrada en el tercio inferior de su cuerpo. Inhala profunda y lentamente, y exhala con un gruñido largo y ronco. Pobrecillo. Dudo mucho que la temperatura alcance unas cotas ni parecidas a éstas en el Ártico.

El orangután está tumbado boca arriba, con los brazos y las patas abiertas. Gira la cabeza para mirarme y parpadea tristemente, como si pidiera perdón por no hacer un esfuerzo mayor.

No importa, le digo con los ojos. Lo comprendo.

Parpadea una vez más y gira la cabeza de nuevo para volver a clavar la mirada en el techo.

Cuando llego a los caballos de Marlena, emiten un relincho de reconocimiento y pasan sus belfos por mis manos, que todavía huelen a manzanas asadas. Una vez que confirman que no tengo nada, pierden el interés en mí y regresan a su estado de semiinconsciencia.

Los felinos yacen de costado, completamente inmóviles, con los ojos sin cerrar del todo. Si no fuera por el subir y bajar constante de sus cajas torácicas, podría creer que están muertos. Apoyo la frente en los barrotes y me quedo mirándolos largo rato. Después me doy la vuelta para irme. Apenas he recorrido unos tres metros cuando me giro. Acabo de darme cuenta de que los suelos de las jaulas están escrupulosamente limpios.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora