VEINTIUNO

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De repente, Marlena se vuelve. Luego se incorpora de golpe y coge mi reloj de la mesilla de noche.

—Ay, Dios —dice dejándolo de nuevo y girando las piernas.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —pregunto.

—Ya es mediodía. Tengo que volver —dice.

Va al cuarto de baño como una flecha y cierra la puerta. Al cabo de un instante oigo la cisterna del retrete y agua corriendo. Luego sale de golpe por la puerta y deambula por la habitación recogiendo ropa del suelo.

—Marlena, espera —digo levantándole de la cama.

—No puedo. Tengo que actuar —dice ella peleando con las medias.

Me acerco a ella por la espalda y la agarro de los hombros.

—Marlena, por favor.

Ella se detiene y se da la vuelta despacio para ponerse frente a mí. Primero me mira al pecho, y luego baja la mirada al suelo.

La observo atentamente, sin saber qué decir.

—Anoche dijiste <<Te necesito>>. No pronunciaste la palabra <<amor>>, o sea que sólo sé cuáles son mis sentimientos —trago saliva, mirando fascinado la raya de su pelo—. Yo te amo, Marlena, te amo con el corazón y con el alma, y deseo estar contigo.

Sigue mirando al suelo.

—¿Marlena?

Levanta la cabeza. Hay lágrimas en sus ojos.

—Yo también te amo —susurra—. Creo que te he amado desde el instante en que te vi. Pero ¿no te das cuenta? Estoy casada con August.

—Eso lo podemos arreglar.

—Pero...

—Pero nada. Quiero estar contigo. Si tú también lo deseas, ya encontraremos el modo de lograrlo.

Hay un largo silencio.

—Nunca en mi vida he deseado nada con tanta fuerza —dice por fin.

Tomo su cara entre mis manos y la beso.

—Tendremos que dejar el circo —digo secando sus lágrimas con los pulgares.

Ella asiente, sollozando.

—Pero no antes de llegar a Providence.

—¿Por qué allí?

—Porque allí es donde hemos quedado con el hijo de Camel. Se lo va a llevar a casa.

—¿No puede ocuparse de él Walter hasta entonces?

Cierro los ojos y apoyo mi frente en la suya.

—Es un poco más complicado que eso.

—¿Por qué?

—Tío Al me mandó llamar ayer. Quiere que te convenza de que vuelvas con August. Me amenazó.

—Sí, naturalmente. Es Tío Al.

—No. Quiero decir que me amenazó con dar luz roja a Camel y a Walter.

—Bah, no son más que palabras —dice—. No le hagas ni caso. Nunca ha dado luz roja a nadie.

—¿Quién lo dice? ¿August? ¿Tío Al?

Levanta la mirada asustada.

—¿Recuerdas cuando vinieron los inspectores de ferrocarriles en Davenport? —digo—. La noche anterior desaparecieron seis hombres del Escuadrón Volador.

Marlena frunce el ceño.

—Creía que los inspectores habían venido porque alguien le estaba ocasionando problemas a Tío Al.

—No, vinieron porque se dio luz roja a media docena de hombres. Camel tenía que haber estado entre ellos.

Me mira fijamente durante unos instantes. A continuación se cubre la cara con las manos.

—Dios mío. Dios mío. Qué estúpida he sido.

—Estúpida no. No has sido nada estúpida. Es difícil concebir una maldad semejante —digo estrechándola entre mis brazos.

Ella aprieta su rostro contra mi pecho.

—Oh, Jacob, ¿qué vamos a hacer?

—No lo sé —digo mientras le acaricio el pelo—. Ya se nos ocurrirá algo, pero vamos a tener que ser muy, muy cautelosos.

Regresamos a la explanada por separado, furtivamente. Le llevo la maleta hasta unas manzanas antes y me quedo contemplando cómo cruza el terreno y desaparece en la tienda camerino. Espero unos minutos por si acaso resulta que August está dentro. Cuando veo que no hay signos evidentes de complicaciones, vuelvo al vagón de los caballos.

—Por fin regresa el gato en celo —dice Walter. Está colocando los baúles contra la pared para ocultar a Camel. El viejo está tumbado con los ojos cerrados y la boca abierta, roncando. Walter debe de haberle dado alcohol.

—Ya no hace falta que hagas eso —digo.

Walter se endereza.

—¿Qué?

—Ya no hace falta que escondas a Camel.

Me observa detenidamente.

—¿De qué puñetas estás hablando?

Me siento en el jergón. Queenie se me acerca meneando la cola. Le rasco la cabeza. Ella me olfatea por todas partes.

—Jacob, ¿qué pasa?

Mientras se lo cuento su expresión cambia del susto al horror y a la incredulidad.

—Qué cabrón eres —dice cuando acabo.

—Walter, por favor...

—O sea que te vas después de Providence. Es muy amable por tu parte esperar tanto.

—Lo hago por Cam...

—¡Ya sé que lo haces por Camel! —me grita. Luego se golpea el pecho con un puño—. ¿Y qué hay de mí?

Abro la boca, pero no me sale nada.

—Ya. Es lo que pensaba —dice. Su voz chorrea sarcasmo.

—Ven con nosotros —sugiero.

—Ah, sí, eso estaría bien. Los tres solitos. ¿Y dónde se supone que vamos a ir?

—Buscaremos en Billboard a ver qué podemos encontrar.

—No podemos encontrar nada. Los circos se están viniendo abajo por todo el puñetero país. La gente se muere de hambre. ¡Se muere de hambre! ¡En los Estados Unidos de América!

—Ya encontraremos algo en algún sitio.

—Al cuerno con eso —dice sacudiendo la cabeza—. Maldita sea, Jacob. Espero que ella merezca la pena, es todo lo que te puedo decir.

Me dirijo a la carpa de las fieras sin dejar de estar pendiente de la presencia de August. No se encuentra allí, pero la tensión entre los trabajadores de la tienda es palpable.

A media tarde, me requieren en el vagón de dirección.

—Siéntate —me dice Tío Al en cuanto entro. Señala una silla enfrente de la suya.

Me siento.

Se recuesta en su asiento, retorciéndose el bigote. Tiene los ojos entornados.

—¿Tienes que informarme de algún progreso? —pregunta.

—Todavía no —digo—. Pero sé que se avendrá a razones.

Abre mucho los ojos. Sus dedos dejan de moverse.

—¿Ah, sí?

—Por supuesto que no inmediatamente. Todavía está enfadada.

—Sí, sí, claro —dice inclinándose hacia delante interesado—. Pero ¿tú crees que...? —deja que la pregunta se quede en el aire. En sus ojos hay un brillo de esperanza.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora