CONTINUACIÓN

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Pero papá, dijeron, te has roto la cadera, como si yo no me hubiera dado cuenta. Me resistí todo lo que pude. Les amenacé con dejarles sin un centavo, hasta que caí en la cuenta de que ya controlaban todo mi dinero. Ellos no me lo recordaron, me dejaron que protestara como un viejo chocho hasta que me di cuenta yo solo, y eso me puso todavía más furioso, porque si me hubieran tenido el mínimo respeto, al menos se habrían asegurado de que fuera consciente de ello. Me sentí como un bebé al que se le deja que tenga una rabieta hasta que se canse.

A medida que me quedaba más y más claro el alcance de mi indefensión, fui cambiando de postura.

Tenéis razón, concedí. Supongo que me vendría bien contar con ayuda. Alguien que viniera durante el día no estaría mal, pero que me ayude con la limpieza y la cocina. ¿No? Bueno, ¿y una persona interna? Ya sé que he tenido las cosas un poco abandonadas desde que murió vuestra madre... Pero creía que habíais dicho... Vale, entonces uno de vosotros puede venirse a vivir conmigo... Pero no lo entiendo... Bueno, Simon, tu casa es bastante grande. Seguro que puedo...

No hubo nada que hacer.

Recuerdo cuando salí de mi casa por última vez, arropado como un gato que va al veterinario. Mientras se alejaba el coche tenía los ojos tan empañados de lágrimas que no pude mirar atrás.

No es un asilo, me dijeron. Es una residencia asistida, una cosa moderna, ¿sabes? Sólo te dan ayuda para las cosas que necesites, y cuando te hagas mayor...

Siempre se cortaban ahí, como si así pudieran evitar que yo siguiera el razonamiento hasta su conclusión lógica.

Durante mucho tiempo me sentí traicionado porque ninguno de mis cinco hijos hubiera querido que viviera con ellos. Ya no. Ahora que he tenido tiempo de darle vueltas, me doy cuenta de que ya tienen bastantes problemas sin necesidad de añadirme a la lista.

Simon tiene unos setenta años y ha tenido al menos un ataque al corazón. Ruth tiene diabetes y Peter problemas con la próstata. La mujer de Joseph huyó con un camarero del hotel cuando estuvieron en Grecia, y aunque el cáncer de mama de Dinah parece haber remitido, gracias a Dios, ahora tiene a su nieta viviendo con ella y está intentando que la chica vuelva al buen camino después de dos hijos ilegítimos y un arresto por robar en una tienda.

Y ésas son sólo cosas que yo sé. Hay otras muchas que no mencionan porque no quieren inquietarme. He oído por casualidad algunas, pero cuando les pregunto se cierran en banda. No hay que preocupar al abuelo, ya sabes.

¿Por qué? Eso es lo que me gustaría saber. Detesto esta incomprensible política de protección excluyente, porque lo que hace en realidad es considerarme un cero a la izquierda. Si no sé lo que está pasando en sus vidas, ¿cómo voy a poder intervenir en sus conversaciones?

He deducido que no lo hacen por mí en absoluto. Es un mecanismo de protección para ellos mismos, una manera de defenderse de mi futura muerte, lo mismo que los hijos se distancian de los padres como preámbulo para irse de la casa. Cuando Simon cumplió dieciséis años y se volvió peleón, creí que sólo le pasaría a él. Cuando Dinah llegó a esa edad sabía que no era culpa suya: había sido programada así.

Pero, dejando a un lado la censura de contenidos, mi familia ha sido completamente fiel en las visitas. Todos los domingos viene alguien, contra viento y marea. Hablan y hablan y hablan sobre lo bueno/desapacible/despejado que está el tiempo, de lo que hicieron durante las vacaciones, de lo que han comido en el almuerzo, y luego, a las cinco en punto, miran agradecidos el reloj y se van.

Algunas veces, mientras se van, intentan convencerme de que vaya al bingo que se celebra en el salón, como los que vinieron hace dos semanas. ¿No te gustaría jugar un rato?, dijeron. Podemos acercarte de camino a la salida. ¿No te parece divertido?

Claro, les dije. Tal vez si eres una hortaliza. Y se rieron, lo que me agradó mucho aunque no lo decía como broma. A mi edad uno se agarra a lo que puede. Al menos demostraron que me están escuchando.

Mis temas de conversación no logran mantener su interés y, la verdad, no puedo reprochárselo. Mis anécdotas están pasadas de moda. Que más da que pueda hablar de primera mano de la gripe española, la aparición del automóvil, las guerras mundiales, la guerra fría, las guerras de guerrillas y del Sputnik; todo eso ahora es historia antigua. Pero ¿que más puedo ofrecer? A mí ya no me sucede nada. Ésa es la realidad de hacerse viejo, y sospecho que ése es el meollo de la cuestión. Todavía no estoy preparado para hacerme viejo.

Pero no debería quejarme, teniendo en cuenta que hoy es día de circo.



Rosemary vuelve con la bandeja del desayuno, y cuando levanta la tapa de plástico marrón veo que ha puesto nata y azúcar moreno en las gachas de avena.

—No le vaya a decir a la doctora Rashid lo de la nata, ¿eh? —me dice.

—¿Por qué no? ¿No puedo tomar nata?

—No usted en concreto. Es parte de la dieta especial. Algunos de nuestros residentes ya no pueden digerir los alimentos pesados como antes.

—¿Y mantequilla? —estoy sorprendido. Mi memoria viaja hacia atrás repasando las últimas semanas, meses, años, intentando recordar la ultima aparición de la nata o la mantequilla en mi vida. Caramba, es cierto. ¿Cómo no me he dado cuenta? O puede que sí lo haya notado y por eso no me gusta tampoco la comida. En fin, no me extraña. Supongo que también nos han reducido la sal.

—Está pensado para mantenerles más tiempo sanos —dice sacudiendo la cabeza—. Pero no sé por qué no van a poder disfrutar ustedes de un poco de mantequilla en sus años de madurez —me mira a la cara—. Usted todavía conserva la vesícula biliar, ¿verdad?

—Sí.

Su expresión se suaviza de nuevo.

—Pues, en ese caso, disfrute de la nata, señor Jankowski. ¿Quiere que le ponga la televisión mientras desayuna?

—No. En estos tiempos no ponen más que basura —digo.

—No podría estar más de acuerdo—dice ella doblando la manta a los pies de mi cama—. Llame al timbre si necesita cualquier otra cosa.

Cuando se marcha decido ser más amable. Tengo que encontrar la manera de recordármelo. Supongo que podría atarme un trozo de servilleta de papel alrededor de un dedo, ya que no tengo un cordón. En mi juventud, hacían eso todo el tiempo en la películas. Quiero decir, atarse trozos de cordón en un dedo para recordar cosas.

Voy a coger la servilleta y entonces me fijo en mis manos. Son nudosas y retorcidas, con la piel fina y, lo mismo que mi castigado rostro, cubiertas de manchas de vejez.

Mi rostro. Retiro las gachas y abro el espejo del tocador. Ya debería estar acostumbrado, pero todavía sigo esperando verme a mí. Sin embargo me encuentro con un muñeco de los Apalaches, viejo y manchado, con pellejos colgando, bolsas en los ojos y unas enormes orejas flácidas. Unas cuantas hebras de pelo surgen sin sentido en su cráneo monteado.

Intento alisar los pelos con los dedos y me quedo helado ante la visión de mi mano sobre mi anciana cabeza. Me acerco al espejo y abro mucho los ojos, con la intención de ver más allá de la carne macilenta.

No sirve de nada. Incluso aunque mire directamente a los ojos de un azul lechoso, ya no consigo verme. ¿Cuándo dejé de ser yo?

Estoy demasiado revuelto para comer. Vuelvo a colocar la tapa de plástico marrón sobre las gachas y luego, con considerable dificultad, localizo el mando que controla mi cama. Aprieto el botón de la baja cabecera, dejando que la mesa sobrevuele por encima de mí como un buitre. Ah, espera, también hay un mando que baja la cama entera. Bien. Ahora puedo dar la vuelta y ponerme de lado sin dar en la mesa y derramar las malditas gachas. No quiero volver a hacerlo. Podrían considerarlo un despliegue de mi mal carácter y llamar a la doctora Rashid.

Una vez que he puesto la cama plana y tan baja como es posible, me coloca de lado y fijo la mirada más allá de las persianas, en el cielo azul que se ve por la ventana.
Al cabo de unos minutos caigo en un estado de somnolencia.

El cielo, el cielo. El mismo de siempre.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora