CONTINUACIÓN

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Estudio a cada persona que pasa por la acera, al otro lado de las puertas correderas de cristal, buscando un rostro familiar. Pero, una tras otra, pasan como una exhalación. Miro a Rosemary, que está de pie detrás del mostrador hablando por teléfono. Me mira, cuelga y hace otra llamada.

Ahora, el reloj marca las dos y cincuenta y tres. Sólo faltan siete minutos para que empiece la función. Tengo la presión sanguínea tan alta que todo el cuerpo me zumba como las luces fluorescentes que hay sobre mi cabeza.

He desterrado por completo la idea de no perder la calma. Quienquiera que sea el que aparezca se va a llevar una buena bronca, eso seguro. La mitad de los loros y las cotorras  de este sitio habrán visto el espectáculo entero, incluida la Parada, y eso no es justo. Si hay alguien en este lugar que debería estar viéndolo, ése soy yo. Ah, verás cuando llegue quien sea. Si es uno de mis hijos, voy a ponerle a caldo. Si es alguno de los otros, bueno, entonces esperaré a que...

—Lo siento, señor Jankowski.

—¿Eh? —levanto la mirada sorprendido. Rosemary ha vuelto y se ha sentado a mi lado. Con el susto, no lo había notado.

—Han perdido la cuenta de a quién le tocaba.

—Bueno, ¿y qué han decidido? ¿Cuánto van a tardar en llegar?

Rosemary hace una pausa. Aprieta los labios y toma mi mano entre las suyas. Es la expresión que pone la gente cuando va a dar una mala noticia, y la adrenalina se me dispara de antemano.

—No van a poder venir —dice—. Se supone que le tocaba a su hijo Simon. Cuando le he llamado se ha acordado, pero ya había hecho otros planes. Y no me han contestado en los otros números.

—¿Otros planes? —grazno.

—Sí, señor.

—¿Les ha dicho lo del circo?

—Sí, señor. Y lo ha sentido mucho. Pero ha tenido un compromiso del que no podía librarse.

Tuerzo el gesto, y antes de que pueda darme cuenta estoy sollozando como un niño.

—Lo siento mucho, señor Jankowski. Sé lo importante que era para usted. Le llevaría yo misma, pero tengo que hacer un turno de doce horas.

Me tapo la cara con las manos, intentando ocultar mis lágrimas de viejo. Unos segundos después, un pañuelo de papel cuelga delante de mi cara.

—Eres una buena chica, Rosemary —digo mientras agarro el pañuelo y detengo el flujo de mi nariz húmeda—. Lo sabes, ¿verdad? No sé lo que haría sin ti.

Ella me mira un largo rato. Demasiado largo. Al final dice:

—Señor Jankowski, ya sabe que me voy mañana, ¿no?

Levanto la cabeza de golpe.

—¿Eh? ¿Cuánto tiempo?

Maldita sea, eso es justo lo que me faltaba. Si se va de vacaciones probablemente me olvidaré de su nombre para cuando vuelva.

—Nos trasladamos a Richmond. Para estar más cerca de mi suegra. No se encuentra bien.

Estoy aturdido. La mandíbula me cuelga inerte antes de que pueda encontrar las palabras.

—¿Estás casada?

—Desde hace veintiséis felices años, señor Jankowski.

—¿Veintiséis años? No, no te creo. Si no eres más que una niña.

Se ríe.

—Soy abuela, señor Jankowski. Cuarenta y siete años.

Nos quedamos unos instantes en silencio. Mete la mano en el bolsillo rosa pálido y sustituye mi saturado pañuelo de papel por uno limpio. Seco las profundas cuencas que albergan mis ojos.

—Un hombre con suerte tu marido —digo sorbiendo.

—Los dos tenemos suerte. Una bendición, la verdad.

—Y tu suegra también. ¿Sabes que ni uno solo de mis hijos se podía hacer cargo de mí?

—Bueno... No siempre es fácil, ¿sabe?

—Yo no digo que no lo sea.

Me agarra la mano.

—Ya lo sé, señor Jankowski. Ya lo sé.

Me siento desbordado por lo injusto que es todo esto. Cierro los ojos y me imagino a una babeante Ipphy dentro de la carpa. Ni siquiera se va a enterar de que está allí, y menos aún recordarlo.

Al cabo de un par de minutos, Rosemary dice:

—¿Puedo hacer algo por usted?

—No —respondo, y es cierto, a no ser que me pueda llevar al circo, o traerme el circo a mí. O llevarme a Richmond con ella—. Creo que ahora me gustaría estar solo —añado.

—Lo entiendo —dice con delicadeza—. ¿Quiere que le vuelva a llevar a su cuarto?

—No. Creo que me voy a quedar aquí mismo.

Rosemary se levanta, se queda inclinada el tiempo suficiente para dejar un beso en mi antebrazo y desaparece por el pasillo con sus suelas de goma chirriando sobre las baldosas del suelo.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora