—Señor Jankowski, es hora de arreglarse.
Abro los ojos ante la proximidad de la voz. Rosemary se inclina sobre mí, enmarcada por las losetas del techo.
—¿Eh? Ah, sí —digo incorporándome sobre los codos con dificultad. La alegría me inunda al advertir que no sólo recuerdo dónde me encuentro y quién soy, sino además que hoy voy al circo. ¿Es posible que lo que ha ocurrido antes no haya sido más que un delirio?
—Espere un momento. Voy a levantar la cabecera de la cama —dice—. ¿Necesita ir al cuarto de baño?
—No, pero quiero ponerme la camisa buena. Y la pajarita.
—¡La pajarita! —exclama echando la cabeza para atrás y riendo.
—Sí, la pajarita.
—Madre mía, madre mía. Qué gracia tiene usted —dice ella yendo hacia el armario.
Para cuando regresa he conseguido soltarle tres botones de la camisa que llevo. No está nada mal para mis dedos torcidos. Estoy muy orgulloso de mí. Cerebro y cuerpo trabajando al unísono.
Mientras Rosemary me ayuda a quitarme la camisa observo mi figura descarnada. Se me ven las costillas, y los poco pelos que me quedan en el pecho son blancos. Me recuerdo a un galgo, todo tendones y con la caja torácica escuálida. Rosemary me mete los brazos por las mangas de la camisa buena y, unos minutos después, se inclina sobre mí y tira de las puntas de la pajarita. Retrocede, inclina la cabeza y hace un último ajuste.
—En fin, reconozco que la pajarita ha sido una buena elección —dice con un gesto de aprobación. Su voz es profunda y melosa, lírica. Podría escucharla todo el día—. ¿Quiere echarse un vistazo?
—¿Ha quedado recta? —pregunto.
—¡Por supuesto que sí!
—Entonces no quiero verme. No me llevo muy bien con los espejos en estos tiempos —refunfuño.
—Pues yo creo que está muy guapo —dice ella poniéndose las manos en las caderas y examinándome.
—Bah, pchsss —digo agitando un dedo huesudo frente a ella.
Ella ríe de nuevo y ese sonido es como el vino: me calienta las venas.
—Entonces, ¿quiere esperar a su familia aquí o prefiere que le lleve al vestíbulo?
—¿A qué hora empieza la función?
—A las tres —dice—. Ahora son las dos.
—Voy a esperar en el vestíbulo. Quiero que nos vayamos en cuanto lleguen.
Rosemary espera paciente a que se sitúe mi cuerpo desvencijado en la silla de ruedas. Mientras ella me empuja camino al vestíbulo, yo cruzo las manos sobre las piernas y jugueteo con ellas nerviosamente.
El vestíbulo está lleno de otros ancianos en sillas de ruedas, alineados frente a los taburetes dispuestos para las visitas. Rosemary me aparca al fondo, al lado de Ipphy Bailey.
Ésta está encorvada, con su chepa que la obliga a mirarse permanentemente el regazo. Tiene el pelo crespo y blanco y alguien —es evidente que no ha sido Ipphy— se lo ha peinado para tapar cuidadosamente las calvas. De repente se vuelve hacia mí. La cara se le ilumina.
—¡Morty! —grita alargando una mano esquelética y agarrándome la muñeca—. ¡Oh, Morty, has vuelto!
Retiro el brazo rápidamente, pero su mano no se despega de él. Cuando intento alejarme, ella tira con fuerza de mí.
—¡Enfermera! —grito haciendo un esfuerzo por liberarme—. ¡Enfermera!
Unos segundos más tarde, alguien me separa de Ipphy, que está convencida de que soy su difunto marido. Más aún, está convencida de que ya no la quiero. Se inclina sobre el brazo de su silla de ruedas y llora, agitando las manos en un desesperado intento de alcanzarme. La enfermera con cara de caballo me hace retroceder, me separa un trecho y coloca mi andador entre los dos.
—¡Oh, Morty, Morty! ¡No seas así! —gime Ipphy—. Ya sabes que no significó nada. No fue nada... Una lamentablemente equivocación. ¡Oh, Morty! ¿Es que ya no me amas?
Me froto la muñeca, exasperado. ¿Por qué no tendrán un pabellón especial para la gente así? Esa vieja chocha está claramente perturbada. Podría haberme hecho daño. Claro que si tuvieran un pabellón especial, lo más probable es que yo acabara también en él después de lo que ha pasado esta mañana. Me enderezo en la silla y se me ocurre una idea. Puede que haya sido la medicación nueva la que ha ocasionado el delirio... Ah, se lo tengo que preguntar a Rosemary. O puede que no. Esa idea me ha animado y decidí agarrarme a eso. Tengo que proteger mis pequeñas parcelas de felicidad.
Pasan los minutos y los ancianos van desapareciendo hasta que la fila de sillas de ruedas parece la sonrisa desdentada de una calabaza de Halloween. Va llegando una familia tras otra, todas a recoger a un decrépito ancestro, entre salutaciones de mucho decibelios. Cuerpos fuertes se inclinan sobre cuerpos débiles; plantan besos en las mejillas. Sueltan los frenos y, uno por uno, los ancianos salen por las puertas correderas rodeados de familiares.
Cuando llega la familia de Ipphy, demuestran con grandes aspavientos lo contentos que están de verla. Ella les mira a la cara, con los ojos y la boca abiertos, aturdida pero encantada.
Ya sólo quedamos seis, y nos miramos unos a otros recelosos. Cada vez que se abren las puertas correderas, las caras de todos se giran y una de ellas se ilumina. Y así sigue hasta que soy el único que queda.
Miro el reloj de pared. Las tres menos cuarto. ¡Maldita sea! Si no se presentan enseguida me perderé la Gran Parada. Me remuevo en la silla, sintiéndome como un viejo quejica. ¡Qué demonios!, soy viejo y quejica, pero tengo que intentar no perder los estribos cuando lleguen. Lo que tengo que hacer es salir corriendo y dejarles claro que no hay tiempo para cortesías. Me pueden contar lo del ascenso de uno y las vacaciones del otro después del espectáculo.
La cabeza de Rosemary se asoma por la puerta. Mira para los dos lados, constatando que soy el único que queda en el vestíbulo. Se mete detrás del puesto de las enfermeras y deja su carpeta sobre el mostrador. Luego viene y se sienta a mi lado.
—¿Todavía no han dado señales de vida sus familiares, señor Jankowski?
—¡No! —grito—. Y si no vienen pronto no tendrá mucho sentido que vengan. Estoy seguro de que ya se habrán vendido las mejores entradas y me voy a perder la Parada —me giro hacia el reloj, desdichado, quejoso—. ¿Qué les habrá retrasado? Siempre están aquí a esta hora.
Rosemary consulta su reloj de pulsera. Es de oro, con eslabones elásticos, y parece que le pellizca ma piel. Yo siempre llevé el reloj flojo, cuando lo llevaba.
—¿Sabe quién va a venir hoy? —pregunta.
—No. Nunca lo sé. Y la verdad es que no me importa, mientras lleguen a la hora.
—Bueno, espere a ver qué puedo averiguar.
Se levanta y va al mostrador del puesto de enfermeras.

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Agua para Elefantes
RomansaEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...