Los hombres se están alborotando; más de la mitad están de pie. Cecil me hace una señal con la mano para que me adelante. Yo me acerco a la fila de sillas plegables.
El chal cae al suelo y la mujer vuelve a girarse. Se sacude el pelo para que los rizos le caigan entre los omóplatos y levanta las manos de manera que se unen sobre el cierre del sujetador. Una aclamación asciende sobre la multitud. Hace una pausa para mirarles por encima del hombro y guiña un ojo, bajando los tirantes por los hombros con aire coqueto. Luego deja caer el sujetador al suelo y se da la vuelta cubriéndose los pechos con las manos. Un rugido de protesta surge de los hombres.
—¡Eh, venga, bombón, enséñanos lo que tienes!
Ella niega con la cabeza haciendo un casto puchero.
—¡Oh, venga ya! ¡He pagado cincuenta centavos!
Sacude la cabeza con la mirada pudorosamente clavada en el suelo. De repente, abre los ojos y la boca y retira las manos.
Sus majestuosos globos se desploman. Se detienen en seco antes de balancearse suavemente, a pesar de que ella está del todo quieta.
Se oye un resuello colectivo, un momento de silencio extasiado antes de que los hombres aúllen encantados.
—¡Ésa es mi chica!
—¡Señor ten piedad!
—¡Toma ya!
Ella se acaricia, levanta y masajea los pechos, pasa los pezones por entre los dedos. Mira lascivamente a los hombres mientras se pasa la lengua por el labio superior. El tambor inicia un redoble. Ella se agarra con firmeza las puntas endurecidas entre el pulgar y el índice y tira de un pecho de manera que el pezón mira hacia el techo. Al redistribuirse su peso, cambia de forma perceptible. Cuando lo suelta cae bruscamente, casi con violencia. Agarra el otro pezón y lo levanta de la misma manera. Alterna uno y otro, cada vez a mayor velocidad. Arriba, abajo, arriba, abajo... Cuando el tambor acaba el redoble y empieza a sonar el trombón, sus brazos se mueven a tal velocidad que se ven borrosos, y su carne se convierte en una masa ondulante y movediza.
Los hombres braman, dejando patente su aprobación.
—¡Ah, sí!
—¡Delicioso, nena! ¡Delicioso!
—¡Bendito sea Dios!
Empieza de nuevo el redoble. La mujer se dobla por la cintura y sus gloriosas tetas cuelgan pesadas, bajas, por lo menos treinta centímetros, más anchas y redondas por abajo, como si cada una de ellas contuviera un pomelo.
Hace girar sus hombros, primero uno, luego el otro, de manera que sus pechos se mueven en direcciones opuestas. A medida que aumenta la velocidad, describen círculos más y más grandes a la vez que cobran impulso. Al poco rato, ambas coinciden en el centro con una sonora palmada.
Jesús. Podría haber un tumulto en la carpa y yo ni me enteraría. No me queda ni una gota de sangre en la cabeza.
La mujer se yergue y hace una reverencia. Cuando se vuelve a levantar sube uno de los pechos hasta su cara y pasa la lengua alrededor del pezón. Luego se lo mete en la boca y lo sorbe. Se queda así, chupando impúdicamente su propio pecho mientras los hombres agitan sus sombreros, levantan los puños y gritan como animales. La mujer lo suelta, le da a su lustroso pezón un último pellizco y les lanza un beso a los hombres. Se agacha el tiempo justo para recoger el chal traslúcido y desaparece con un brazo levantado, de manera que el chal vuela detrás de ella como una oriflama deslumbrante.
—Muy bien, muchachos —dice Cecil iniciando el aplauso mientras sube al escenario—. ¡Vamos a darle una gran ovación a nuestra Barbara!
Los hombres silban y vitorean, aplaudiendo con las manos levantadas por encima de sus cabezas.
—Sí, ¿a que es increíble? Menuda señora. Y es vuestro día de suerte, chicos, porque, sólo por esta noche, va a aceptar que la visite un número limitado de caballeros después del espectáculo. Es un auténtico honor, amigos. Es una joya, nuestra Barbara. Una verdadera joya.
Los hombres se agolpan junto a la puerta, dándose palmadas en la espalda, intercambiando ya recuerdos.
—¿Has visto esas tetas?
—Mucho, qué tortura. Lo que no daría por jugar con ellas un ratito.
Me alegra de que mi intervención no haya sido necesaria, porque estoy haciendo un gran esfuerzo por mantener la compostura. Es la primera vez que veo a una mujer desnuda y no creo que vuelva a ser el mismo nunca.
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Agua para Elefantes
RomanceEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...