Cuando ya están recogidos todos los animales de carga, me retiro al vagón de los caballos. No me gustan las miradas de los vecinos que se van reuniendo en los límites de la explanada. Muchos van armados, y un mal pálpito me va fermentando en la boca del estómago.
Todavía no he visto a Walter y me paseo de un lado a otro delante de la puerta abierta, examinando la explanada. Los trabajadores negros se han ocultado en el Escuadrón Volador hace un buen rato, y no estoy del todo seguro de que la turba no se conforme con un enano pelirrojo.
Una hora y cincuenta y cinco minutos después de que nos den las órdenes de partir, su cara se asoma por la puerta.
—¿Dónde puñetas estabas? —le grito.
—¿Es él? —gruñe Camel desde el otro lado de los baúles.
—Sí, es él. Venga, entra ya —digo haciéndole un gesto—. Esa gente tiene mala pinta.
Él no se mueve. Está congestionado y sin resuello.
—¿Dónde está Queenie? ¿Has visto a Queenie?
—No. ¿Por qué?
Walter desaparece.
—¡Walter! —me incorporo de un salto y le sigo hasta la puerta—. ¡Walter! ¿Dónde coño vas? ¡Ya han dado la señal de los cinco minutos!
Corre en paralelo al tren, agachándose para mirar entre las ruedas.
—¡Vamos, Queenie! ¡Eh, nena!—se endereza y se detiene delante de todos los vagones, grita entre las rendijas y espera la respuesta—. ¡Queenie! ¡Venga, nena! —cada vez que grita, su voz alcanza nuevas cotas de desesperación.
Suena un silbato, un aviso largo y sostenido al que sigue el siseo y los carraspeos de la locomotora.
La voz de Walter se quiebra, ronca por los gritos.
—¡Queenie! ¿Dónde demonios estás? ¡Queenie! ¡Ven aquí!
En la parte de delante, los últimos rezagados suben a los vagones de plataforma.
—¡Walter, venga! —exclamo—. No hagas el tonto. Tienes que subir ya.
Él me ignora. Ahora se encuentra junto a aquellos vagones, rebuscando entre las ruedas.
—¡Queenie, ven! —grita él. Se para y, de repente, se estira. Parece perdido—. ¿Queenie?—pregunta a nadie en especial.
—Maldita sea —digo.
—¿Vuelve ya o no? —pregunta Camel.
—Parece que no —le digo.
—¡Pues vete por él! —me aúlla.
El tren da un acelerón, los vagones brincan al tensar la locomotora los enganches que los unen.
Salto a la gravilla y corro en dirección a los vagones de delante. Walter está enfrente de la locomotora.
Le toco el hombro.
—Walter, es hora de irse.
Se gira hacia mí con los ojos suplicantes.
—¿Dónde está? ¿No la has visto?
—No. Vamos, Walter —digo—. Tenemos que subirnos al tren enseguida.
—No puedo —dice. Su cara no expresa nada—. No puedo abandonarla. No puedo.
El tren se mueve ya, adquiriendo velocidad.
Miro detrás de mí. Los vecinos, armados con rifles, bates de béisbol y palos, avanzan hacia nosotros. Me fijo en el tren el tiempo suficiente para hacerme una idea de su velocidad y cuento, rogando a Dios que no me equivoque: uno, dos, tres, cuatro.
Agarro a Walter como si fuera un saco de harina y lo lanzo dentro. Se oye un golpe y un grito cuando aterriza en el suelo. Luego corro junto al tren y me aferro a la barra metálica que hay al lado de la puerta. Dejo que el tren me arrastre durante tres grandes zancadas y aprovecho su velocidad para saltar y meterme dentro.
Mi cara se desliza sobre las maderas sin desbastar del suelo. Cuando me siento a salvo, busco a Walter, preparado para la pelea.
Está acurrucado en un rincón, llorando.
Walter no tiene consuelo. Se queda en su rincón mientras yo retiro los baúles y saco a Camel. Me ocupo solo del afeitado del anciano —una labor que normalmente hacemos entre los tres— y luego le arrastro hacia la zona frente a los caballos.
—Ah, venga, Walter —dice Camel. Le tengo suspendido por las axilas, con su trasero desnudo sobrevolando lo que Walter llama <<el tarro de la miel>>—. Has hecho todo lo que podías—me mira por encima de su hombro—. Oye, bájame un poquito, ¿quieres?, que estoy colgado en el aire.
Muevo los pies para separarlos e intento bajar un poco a Camel sin doblar la espalda. Por lo general, Walter se encarga de esta actividad, porque tiene la altura justa.
—Walter, me vendría bien que me echaras una mano —digo al notar que un tirón me recorre la espalda.
—Cállate —dice.
Camel me mira otra vez, en esta ocasión con una ceja levantada.
—No tiene importancia —le digo.
—¡Sí, sí tiene importancia!—grita Walter desde el rincón—. ¡Todo tiene importancia! Queenie era lo único que tenía. ¿Lo entendéis?—su voz baja hasta convertirse en un quejido—. Era lo único que tenía.
Camel me hace un gesto con la mano para indicar que ya ha acabado. Me retiro un par de pasos y le dejo tumbado de lado.
—Bah, eso no puede ser cierto—dice Camel mientras le limpio—. Un chico joven como tú tiene que tener a alguien en algún sitio.
—No sabes nada de nada.
—¿No tienes a tu madre por ahí?—insiste Camel.
—No una que merezca la pena.
—No te atrevas a hablar de esa manera —dice Camel.
—¿Por qué coño no? Ella me vendió a esta chusma cuando tenía catorce años —nos mira rabioso—. Y no se os ocurra mirarme como si os diera pena —suelta—. De todas formas, era una vieja arpía. ¿Quién coño la necesita?
—¿Qué quieres decir con que te vendió? —pregunta Camel.
—Bueno, no soy la persona más dotada para el trabajo en el campo, ¿verdad? Y dejadme en paz de una vez, ¿vale? —se gira y nos da la espalda.
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Agua para Elefantes
RomanceEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...