–¿Qué opináis de ese coche?– susurró Lucas, oculto tras unos arbustos.
Todos los jóvenes con pasamontañas miraron hacia una esquina, donde se encontraba Jaime, quien tras chasquear los dedos y sacarse el cigarrillo de la boca, miró a uno de los Porsche que señalaban sus compañeros. Luego otro señaló a un Ferrari que también estaba algo alejado del resto.
–Sería perfecto... si no tuviese alarma.
Se encontraban ocultos entre las frondosas ramas de unos grandes arbustos decorativos, calibrando el valor de cuantiosos vehículos que tenían justo en frente. Diego no sabía como se había dejado liar para hacer eso, pero no iba a dejar a Miguel solo, y Miguel se había vuelto a picar demasiado pronto en cuanto que Jaime lo llamó gallina. Tenía que hacer algo al respecto del comportamiento impulsivo de su amigo antes de que se viese metido en algo aún más serio que aquello.
La luna seguía brillando radiante en el sombrío cielo mientras uno de los peces gordos de la ciudad daba una fiesta en su mansión, motivo por el que había cientos de lujosos vehículos aparcados en su inmenso patio. Estaban en la casa del señor Benítez, el nuevo novio de la madre de Lázaro y al que el chico no podía ni ver. Por eso le había pedido ayuda a Jaime y a los demás chicos para fastidiar la fiesta. Si iba a ser su padrastro, no iba a ponerle las cosas fáciles.
Lázaro, el chico de ojos negros y cabello oscuro, miró a sus amigos. A ninguno de aquellos jóvenes ocultos entre las sombras les costaría lo más mínimo estropear aquella fiesta, pero Jaime tenía algo más entre manos para esa noche. Su familia no era una de las más pudientes desde que su madre dejó a su padre, Juan, y este entró en depresión. A pesar de que Juan seguía teniendo mucho dinero, apenas le daba nada a su hijo, así que un dinero extra no le iría para nada mal. Era algo fácil entrar y robar alguna que otra pieza, con el objetivo de venderla más tarde y adquirir algo de dinero. Eso de que su padre no le daba dinero era algo que llevaba como un secreto. Él estaba acostumbrado a manejar muchas cantidades de billetes, y el tener ahora una restricción tan grande le hacía estar enfadado con el mundo. Eso y todo lo que los demás creían que él había hecho, pero eso era algo que quería olvidar, aunque todos siguiesen hablando de ese asunto a sus espaldas. Y que rabia le daba...
Jaime sacudió la cabeza apartando esos pensamientos de su mente. Luego tan sólo sonrió. Con algo de suerte, hasta podrían robar algún coche.
–Creo que sería mejor si nos separásemos.–opinó Diego.
Miguel lo miró, asintiendo conforme.
–Bien, en ese caso, yo me encargare de distraerlos, y vosotros entráis a robar las piezas.–dijo Jaime con suficiencia, como si la idea de separarse hubiese sido de él.
Diego no estaba muy conforme con todo aquello, pero sabía que alguien capaz de gastarse tanto dinero en un coche era alguien pudiente, como la mayoría de personas de aquel lugar. Y ¿para qué mentir? Le gustaba la sensación de sentir la adrenalina recorrer todo su cuerpo. Ese tipo de distracciones le hacía olvidar que esa misma noche dos personas totalmente desconocidas ocuparían su casa. La casa que fue de su madre. La sangre se acumuló en su cuerpo y casi le quemaba. ¡Esa casa también fue de su madre y su padre mete a dos mujeres a vivir allí!
–Es demasiado peligroso que te encargues tú sólo de distraerlos. Será mejor que vayamos cada uno por un lado, en grupos de dos, y que los otros cinco restantes aprovechen para esquivar a los gorilas.–contrarrestó Diego, dirigiéndose a los guardias de seguridad con la rabia aún dentro de él.
Jaime lo miró, sin gustarle lo más mínimo que le contradijesen. Sin embargo, el joven rubio de ojos verdes sabía que tenía razón, y que había demasiados guardias de seguridad para que fuese tan sencillo distraerlos a todos.
Se tomó su tiempo para contestar, jugando con el piercing que sobresalía de su carnoso labio, moviéndolo con la lengua hacía dentro y hacia fuera.
–Está bien.–aceptó de mala gana, pero añadiendo con autoridad.– Lucas, quiero que entres dentro y hagas sonar la alarma de incendio.
El joven más cercano a él se sobresaltó al tiempo que abría de par en par sus grisáceos ojos.
–¿Por qué yo?
–Porque lo digo yo. ¿Alguna objeción?–preguntó, en un tono que no admitía ninguna otra réplica que un puñetazo.
Lucas resopló. Estaba cansado de que Jaime lo ningunease.
–No, no ninguna.–masculló el muchacho, maldiciendo entre dientes pero conociendo la fama de su amigo.
Todos en aquel grupo sabían cómo se las gastaba Jaime, amigo de Lobo, una de las ovejas negras de la ciudad. Su relación con las drogas y las continuas fiestas sin fin que ambos jóvenes se tiraban los habían hecho relacionarse con gente dispuesta a matar por dinero o droga y que les debían más de un favor. No era conveniente ponerse en contra de ninguno de los dos. A pesar de que Lobo pasase la mayor parte del tiempo de reformatorio en reformatorio, su padre siempre le pagaba las fianzas para salir impune de todas sus penas de cárcel. Ambos formaban parte de lo que los demás chicos llamaban el grupo, lo cual hacía que nadie joven en la ciudad se atreviese a permanecer demasiado tiempo con ellos. En el caso de Miguel y Diego, ellos eran distintos. Eran los únicos que les contradecían cada vez que se encontraban y no estaban de acuerdo en algo. Tal vez fuese, porque ellos dos eran los únicos que sabían cómo eran en realidad Jaime y Lobo. Aunque en ese momento no estuviesen tan unidos, de más pequeños los cuatro habían sido muy buenos amigos, hasta que la muerte de una joven los separó y distanció por completo.
–Bien, yo me encargaré de robar las piezas, vosotros dos venís conmigo.–dijo señalando a Diego y a Alberto–.
Alberto miró a Diego asustado, pero este no hizo ningún comentario ni ningún gesto.
–Cuando dijiste que íbamos a pasarlo bien, pensé en...en... otra cosa, como una fiesta con chicas, o...no sé....no me imaginé esto– tartamudeó Alberto, el más joven de todos.
El joven rubio lo miró, pensando probablemente si pegarle un puñetazo y dejarlo inconsciente mientras ellos robaban o si reírse de él. Su semblante cambió a uno menos agresivo cuando recordó que aquel chico era el hermano de alguien que en su momento le importó, y al que le prometió que cuidaría de él.
Sonrió con maldad.
–Supongo que para una nena no es lo mismo divertirse que para un hombre.
La malicia en su voz era palpable.
Diego lo observó, a sabiondas de que le había dicho a Alberto que lo acompañase para tenerlo vigilado. Posó sus ojos azules en el joven regordete y con las gafas de medialuna, y lo vio bajar la cabeza, avergonzado a la vez que colorado. Diego cogió aire, a sabiondas de que si Jaime conociese la forma en la que su prima Jenifer le rebatiría que una nena puede ser más valiente que un hombre el chico jamás habría hecho ese comentario. Y por otro lado, los hombres no deberían de estar obligados a ser valientes, eso tan sólo debería de ir con la personalidad del individuo y Diego lo sabía perfectamente.
–Ni caso.–le susurró Diego haciendo que Alberto levantase la mirada y sonriese levemente.
Jaime no se dio cuenta de aquello, o no se quiso dar cuenta. Aquel no era el momento para pelearse con Diego.
–Los demás ya podéis correr a distraer a los gorilas. Montad todo el escándalo que podáis.
No hizo falta que lo dijese dos veces. Nunca hacía falta que Jaime repitiese algo.
Gracias por leer. Un abrazo grande. Recordad dadle a la estrellita si os ha gustado para animar a más lectores a leer esta historia. Sois increíbles!!! <3
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Lo que el miedo no pudo silenciar© |TERMINADA|
Teen FictionHISTORIA COMPLETA #1 en hermanastros 26/10/18 #5 en misterio y en suspenso 02/09/18 ¿Y si estuvieses destinada a morir incluso antes de nacer? Clara es una joven de quince años que vive en el sur de España. Al borde de la quiebra, su madre Sofía, c...