CAPÍTULO 31

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Carolina había sonado sorprendida mientras hablaba con ella por teléfono, como si jamás hubiese pensado que Clara se molestaría en llamarla. Habían quedado a las cuatro en la playa directamente ya que Carolina estaba en casa de sus tíos que vivían allí y tenía pensado quedarse a comer con ellos. Clara se encontraba preparando una ensalada cuando Diego entró por la puerta. Se encontraba sola en la cocina y no lo escuchó llegar. El chico había heredado esa forma de moverse de Paco, tan...silenciosa.

–No intentarás meterle nada raro ¿verdad? ¿Algún laxante o algo así?

Su voz había sonado tan cerca de su oreja que había sentido el aliento de cada palabra acariciando su piel. Sin poder evitarlo pegó un grito ahogado y dio un pequeño salto, lo cual hizo que por poco no se cortase con el cuchillo. No. Por poco no. Se había hecho un pequeño arañazo.

–Ay–se quejó metiéndose el dedo en la boca.

–Cuidado.– dijo él cogiéndole suavemente el dedo y observándolo– Prométeme que harás todo lo posible por no desangrarte en mitad de la playa.

Clara lo fulminó con la mirada.

–Acabo de cortarme...por culpa de alguien que me ha asustado...y de todas formas no creo que sea el momento para tu educado sarcasmo.

Él se rio suavemente. Su risa era muy bonita. Ella sólo sonrió, pensando que esta vez podía decir que ella había sido la responsable de su risa. No sabía que le pasaba con él, pero jamás se había sentido tan bien con una persona a la que acababa de conocer. Lo mejor de todo era que estaba casi totalmente segura de que él también sentía algo extraño por ella. Sonrió al darse la vuelta y suspirar. Era increíble como una persona podía llegar a su vida y cambiarlo todo. Cambiar lo que iba a ser una horrible mudanza a una agradable aventura, exceptuando claro está, al supuesto asesino de Jaime.

Le gustó esa sensación. Seguía estando demasiado cerca de Clara. Ella perdió la noción del tiempo sumergida en ese océano inexplorado que eran sus ojos. Él se dio la vuelta y se subió en una silla para alcanzar una caja de un mueble al tiempo que le dedicaba una media sonrisa. Rebuscó algo en ella y le entregó algo a la joven.

Era una tirita marrón oscura. La chica la observó con recelo.

–No es necesario. Es un simple corte superficial.–dijo a modo de explicación.

Él se percató de que intentaba imitar a una médica.

–Sea como sea, al cortar o coger más ingredientes puede dolerle señorita, alguien tan culta como usted debería de saberlo.–le dijo imitando el tono de un médico experto.

Ella miró al cielo en un gesto teatral.

–Eres un exagerado.–bromeó.

Ella misma se sorprendió. Había...bromeado. Ella. Sí, ella había bromeado con otra persona que no era Ismael o su madre.

–Y tú una desconfiada.–le respondió él, pícaro.

Clara le dio la espalda mientras se disponía a seguir preparando la ensalada.

–Trae que te ayudo.– se ofreció Diego mientras le quitaba el cuchillo de las manos y comenzaba a cortar tomates de una manera sumamente elegante.

Diego aparentaba ser esa clase de chico que todo lo hacía con gracia y elegancia. Eso hizo que ella se irritase. No podía ser tan perfecto.

–Sé hacerlo yo sola.–dijo intentando arrebatarle el cuchillo.

Tras uno o dos esquivos del chico lo dio como cosa perdida y le dejó acabar de preparar la ensalada. Ella se limitó a sacar cinco platos del mueble y colocarlos en la mesa, sintiéndose sumamente feliz. Diego la vio por el rabillo del ojo.

–Retirare uno. Miguel come hoy en su casa.

Clara asintió como toda respuesta y vio como el chico retiraba un plato. Se acercó al chico por atrás y comprobó que absolutamente todo estaba cortado a la perfección. No había un pedazo de tomate más grande que otro, ni tampoco había ningún pedazo de zanahoria que no tuviera la forma exacta de las demás.

–¿A qué hora has quedado con Miguel?

Él se giró hacia ella, quien se había acercado a la mesa evitando hablar de la asombrosa maña del chico con el cuchillo.

–A las tres y media.

Clara miró el reloj. Eran las dos menos cuarto. Su madre estaba en la piscina con Paco. El pollo aún estaba en el horno, pero el olor se extendía por toda la habitación.

–¿Está muy lejos la playa?– preguntó distraída mientras jugaba con su pelo.

Al no obtener respuesta elevó la mirada.

–¿Qué más da lo lejos que esté si vamos a ir en mi moto?–preguntó él con los brazos en jarras.

–Precisamente porque me he imaginado que iríamos en tu moto me preocupo por el tiempo de aquí a la playa. Quiero llegar viva...y a ser posible...de una pieza.

Ella se dio la vuelta, evitando así que el chico se diese cuenta de que estaba sonriendo. En realidad no era eso lo que le había hecho formularle la pregunta. Tan sólo se preguntaba si tendría que usar chanclas o zapatos de deporte. No soportaba las caminatas largas en chanclas de goma. Era una rara costumbre suya.

–Soy uno de los mejores conductores de la ciudad.–contestó, aparentemente dolido.–

Solía ganar todas las carreras antes de aquella fatídica noche, pensó él, sintiéndose sumamente mal por un momento. Ella se giró hacia él, divertida. Él se dio cuenta y no tuvo más remedio que devolverle la sonrisa. Cuando sonreía así parecía sacado de una revista de moda. La rabia invadió a Clara sin saber por qué. ¿Cuántas chicas se habrían quedado mirando ese rostro perfecto tan seguro de si mismo?

–Dudo que lo seas mejor que yo.–le retó ella.

Diego la observó con un mayor interés. Se dejó caer en la encimera, donde sus musculosos brazos se marcaron por la presión que hizo al subirse y sentarse.

–¿Sabes conducir? ¿Tú?

El frunció el ceño.

–Por supuesto.–mintió.

En realidad no sabía conducir absolutamente nada con ruedas que no fuese una bicicleta. Ni tan siquiera era buena con los patines en línea. Bueno, en realidad sí lo era, pero no sabía frenar. Tenía que apoyarse en las paredes o en los coches para poder parar.

–En ese caso serás tú la que nos lleve a ambos a la playa.

Oh, oh. No se esperaba eso.

–Te recuerdo que no sé llegar.–dijo a modo de excusa, pues muy probablemente si ella cogía la moto lo más probable es que no llegaran nunca.

–Te recuerdo que yo sí.–le contestó él, audaz. Tan perspicaz como si hubiese supuesto desde un primer momento que Clara no tenía ni idea de conducir.

–Está bien.–dijo ella levantándose y dirigiéndose al salón.– Aunque no respondo de los daños que pueda ocasionarle a tu vehículo.

Salió de la habitación queriendo imitar esa última fría advertencia que se da en las películas de vaqueros. Dudó sobre haberlo conseguido, sobre lo que no dudaba era sobre su habilidad cada vez más creciente de meterse en problemas. Obviamente no iba a reconocer ante nadie que no era capaz de hacer algo. Si Diego podía hacerlo, ¿por qué ella no? 

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Lo que el miedo no pudo silenciar© |TERMINADA|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora