CAPÍTULO 113

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Minutos antes la chica se encontraba en una silla de madera muy dura, atada en medio de toda aquella oscuridad. Tan sólo un pequeño foco la iluminaba a ella, dejando todo lo demás sumido en una gran penumbra en la que ella drogada era incapaz de ver. No sabía que estaba debajo del parque de los Ángeles. Tampoco sabía que la limusina en la que la habían secuestrado se había limitado a dar vueltas en círculos para desorientarla tanto a ella como a cualquier persona que pudiese seguirlos.

La chica apenas podía respirar. Tenía la cabeza cayendo hacia delante, sin poder levantarla. Los músculos no le respondían, pero no podía parar de temblar. Apenas se percató de aquella fría mano que le levantó la cabeza tirando de su pelo hacia arriba, ni mucho menos de la forma en que la contemplaban como si fuese alguna especie de premio.

–Es un buen tributo.–dijo una voz que le heló la sangre.

–Lo sé chico. Has elegido bien.–dijo el hombre tras la capucha, que la agarraba sin ningún miramiento.

Unos ojos amarillos como los del diablo la observaron, manteniéndose alejado.

–Estaba convencido de que os gustaría.–sonrió él con suficiencia.

El robusto hombre dejó de agarrarla y se dirigió hacia otros hombres que se encontraban en la oscuridad.

–Preparad el altar.–ordenó, haciendo que todos saliesen veloces a obedecerlo.

Al fin y al cabo, la pena por desobedecer al Gran Maestro era la muerte.

*

Diego, Miguel y Jaime se apresuraron a correr por todos lados, buscando alguna puerta, pero aquello era peor que un laberinto que no daba a ninguna parte. En ese momento tanto Miguel como Jaime habían dejado de lado su mutua desconfianza.

–Parad.–ordenó Diego.– ¿Oís eso?

Los tres chicos contuvieron la respiración mientras se oía un cántico de fondo que les puso la piel de gallina.

–Por allí.–señaló el joven corriendo mientras los otros dos le seguían.

*

Clara se encontraba tumbada en un altar, lleno de velas rojas por todas partes. Tenía muchísimo miedo y no dejaba de moverse haciéndose aún más daño a medida que las espinas de las rosas que se encontraban a su alrededor se le clavaban en su cuerpo. Mirase por donde mirase tan sólo veía figuras borrosas, pero poco a poco comenzó a ver con más claridad mientras escuchaba aquella horrenda canción que la aterraba aún más con el eco que había en la sala.

Tras unos incesantes minutos el canto cesó, al tiempo que un escalofrió recorrió a la joven cuyo corazón iba a salírsele del pecho, y puede que fuese literalmente. Notó los ojos de los encapuchados puestos en ella, con la indiferencia en la mirada de algunos, con el deseo y la sed de sangre en la de otros.

Se percató de como el imponente hombre que la había traído hasta allí se volvía hacia ella con una mirada amarilla que la atravesó como un cuchillo de hielo. Las palabras de Lauren se le vinieron a la cabeza. ¡Tenía ante ella al demonio de ojos amarillos! ¡Tenía delante a la persona que había matado a Lauren!

Seguía bajo los efectos de las drogas, pero a pesar de eso cada vez era más consciente de todo cuanto la rodeaba. Ella se intentó volver a deshacer de las cuerdas, pero no había forma. A penas era consciente de su cuerpo. Estaba allí condenada a que la matasen tal y como habían matado a Claudia, a Lauren y a muchas más jóvenes. A pesar de eso, había algo que le atormentaba aún más que el miedo a la muerte y a la forma en la que iban a matarla. No volvería a ver nada de lo que tanto había amado y le había quedado demasiado por vivir.

–Llegó tu hora criatura. La diosa lo ha impuesto así.– dijo el robusto hombre que se volvió hacía el final de la estancia y señaló a uno de sus discípulos.– Tú, joven, ven aquí.

Desde la parte posterior de la sala un encapuchado se acercó y se quedó mirando al Gran Maestro durante unos segundos. Unos segundos en los que el hombre le tendía una especie de sable que Clara miró con ojos abiertos como platos. El joven cogió el sable y Clara pudo verle el rostro. ¡No! ¡¿Qué demonios hacía él ahí?! La chica pensó que había tenido una alucinación en medio de aquel caos. No podía ser.

–¡Tú!–habría dicho de haber podido hablar si no tuviese la boca tapada.

El chico de ojos claros rio, entendiéndola perfectamente.

–Esto no es tu culpa. Es culpa de Diego.–le sonrió con una alegría que cruzaba la línea del sadismo y la locura.

Ella se movió como una loca, pero tan sólo se hizo más daño mientras farfullaba insultos que no podían salir de sus labios.

–Tranquila. Tan sólo te dolerá.–rio de nuevo él.

Colocó el sable sobre su mano izquierda, con una sonrisa en la cara y con la sangrienta intención de cortársela. Elevó el cuchillo deteniendo la mirada unos segundos en unos aterrados ojos negros.

–¡No! ¡no! ¡Para por favor! –pidió ella con la boca tapada.

El hizo su sonrisa más grande, haciendo que sus ojos grises se encogiesen.

–¿Parar? Esto aún no ha empezado... ¿Tienes miedo verdad?

Clara recordó las palabras de su padre. Nunca digas que tienes miedo. Negó con la cabeza al tiempo que el joven abría los ojos de par en par y miraba al Gran Maestro.

Los presentes comenzaron a susurrar detrás de ella. El Gran Maestro sonrió, y le hizo un gesto al chico para que prosiguiese.

–Bien, si no tienes miedo, lo tendrás.–dijo el joven.

Y dicho eso el sable comenzó a caer sobre su mano.

Gracias por leer! Un abrazo! ¿Qué creéis que pasará?

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Lo que el miedo no pudo silenciar© |TERMINADA|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora