CAPÍTULO 10

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El sonido de una alarma de incendio surcó la madrugada a medida que los gritos de las temerosas personas se extendían por la gran sala. El relajado y sutil ambiente con el que se inició el banquete había dado lugar a un auténtico caos. Algunas mujeres con sombreros y tocados corrían hacía la salida mientras se levantaban los elegantes trajes de gala para poder correr tan rápido como aquellos altos tacones les permitían. Otras se subían en las sillas e incluso en las mesas, presas del pánico al escuchar que alguien había visto un ratón. Muchos hombres las acompañaban encima de sillas y otros muebles de aquel lujoso lugar. El resto de invitados intentaban aparentar calma mientras oían los gritos de mujeres y hombres que habían sucumbido al pánico. Una palabra y una frase corta bastaron para que su aparente calma cesase.

–¡Fuego! ¡El fuego se extiende!– gritó alguien.

Las personas subidas en las mesas bajaron de ellas y comenzaron a correr hacia la salida. Sin embargo, lo que ninguno de los invitados sabía era que no había ningún ratón, ni mucho menos, ningún incendio. Mucho menos podrían llegar a imaginar que el que había gritado no había sido ningún invitado, sino un divertido joven de ojos color miel que se partía de risa desde una de las ventanillas de ventilación junto con Lucas, el chico de cabello oscuro y ojos grises. Tampoco podrían saber que unos metros más a su derecha, en otra ventanilla de ventilación, dos chicos que habían robado botellas de aceite de la cocina se disponían a lanzar su contenido desde los conductos de ventilación hasta el suelo, justamente a la pista de baile de la sala contigua.

Había sido demasiado fácil entrar en la cocina, fingiendo ser el hijo rebelde de algún invitado que no hubiese querido llevar esmoquin. Había sido demasiado sencillo el coger las botellas mientras que otro de los jóvenes distraía a los cocineros diciéndoles que su comida no era de su gusto, haciéndose pasar por un niño rico cuyo gusto era demasiado sutil para apreciar esos platos.

El aceite se derramó en el suelo simulando el agradable sonido del agua al caer. La diferencia residía en que a ese sonido, había que sumarle el de los gritos y el jaleo montado por los chicos.

Los hombres comenzaron a resbalar y a gritar enfurecidos y asustados a la vez, la mayoría sin saber que aquel líquido resbaladizo que había bajo sus pies era aceite. Algunos pensaron que se trataba de una broma de mal gusto y comenzaron a reír al ver a sus compañeros de negocios caerse de bruces al suelo. Por su parte, al director de la orquesta totalmente ajeno a que en otra parte de aquella fiesta la multitud creía que había fuego, no se le ocurrió otra cosa que mandar a los músicos a tocar una melodía más rápida. Los violines comenzaron alegres a elevarse en el aire, aunque el escándalo humano hizo que aquel melodioso sonido apenas se escuchase.

Típico en los humanos, cuando todo es un caos sólo ven la oscuridad, y no la armonía en lugares tan corrientes que están demasiados acostumbrados a ver y oír diariamente.

De pronto, la lluvia de aceite se vio sustituida por una de harina. Miguel se deslizó hacia la otra ventanilla de refrigeración y volcó una bolsa en la cabeza del director de orquesta desde el techo.

Este comenzó a gritar improperios, y lo hizo aún más cuando escuchó los ruidos procedentes de arriba y vio a los jóvenes que se reían como locos.

–¡Vosotros!–gritó el hombre del esmoquin señalándolos con un dedo rechoncho.–¡Esperad a que os pille!

Dicho esto, hizo un intento de andar decidido, pero resbaló con el aceite y provocó que las carcajadas aumentaran. Curioso, habían escuchado dos frases parecidas en menos de veinticuatro horas. Miguel se preguntó cómo un solo hombre podía dirigir a tal cantidad de músicos.

Justo en ese momento, el chico sintió como le vibraba el móvil. Aquella era la señal que indicaba que debían de correr, que ya habían robado las piezas.

–Corred –susurró a sus compañeros, quienes entre risas sornas se deslizaron hasta el final del conducto y saltaron al pasillo volviendo a ponerse el pasamontañas.

La sirena de policía sonaba a lo lejos, pero aquello no preocupaba a los jóvenes tanto como el hecho de tener de cara a los guardias de seguridad de la fiesta. Corrieron como nunca antes habían hecho. Se deslizaron por los pasillos como corredores de primera división, y uno a uno, saltaron por las ventanas más próximas y salieron pitando por el jardín de la mansión. A diferencia de ellos, otros tres jóvenes salieron fingiendo ser los propietarios de un Ferrari 458 Italia, con el maletero cargado de piezas de distintos coches. Piezas...muy caras.

Los guardias de la entrada se les quedaron mirando al salir, pero ninguno de ellos hizo ningún comentario totalmente ajenos al escándalo que ocurría dentro de la mansión. 

Gracias por leer. ¿Os ha gustado? Un abrazo grande!

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Lo que el miedo no pudo silenciar© |TERMINADA|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora