Varios

2.7K 141 23
                                    

Imaginas de amor y otras guerras.

1.

Ambos sabían lo que era el dolor, el verdadero dolor. Esa sensación que los embargaba y que parecía no tener fin. Esa que los impulso a todo tipo de actos detestables. Esa que marcaba sus vidas de manera constante y sin piedad sobre sus desgastados cuerpos humanos.

Tal vez por eso ninguno de los dos se quejo cuando ella lo araño, sintiendo como algo tibio humedecía las yemas de sus dedos y el la empotraba con violencia contra aquella pared. Simplemente no había tiempo para dedicarse aquellas caricias y besos, o esas palabras de amor que eran susurradas de manera furtiva, por parte de un avergonzado Manuel que solo allí, entre las piernas de esa mujer que tan bien lo comprendía, podía liberar un poco de su bohemio ser. Esta vez, no habría lentitud, apenas tenían unos minutos que debían agradecer al buen genio que parecía tener el, ahora, líder de facto, de Chile.

(T/N) abrió con rapidez aquella formal chaqueta que llevaba, decorada con insignias que no conocía, deseando poder tocar un poco más de piel de él, que solo la del cuello. Aun así, sus manos fueron, rápidamente retiradas por Manuel, quien beso con velocidad sus dedos y negó con su cabeza, en un gesto mudo. No podían darse el lujo de que alguien lo atrapara y ella lo comprendió, resignándose. Ante esto, el pareció beneficiarla con sus labios, besándola como cualquiera apostaría que el hombre no sabía hacer. Sus lenguas se enredaron, haciendo más profundo el contacto.

Manuel no tardo en levantar la falda de ella, apenas un poco y apartar las bragas que portaba. Sin recato, apego ambas intimidades, escuchándola suspirar y a pesar de que la mujer no estuviera del todo preparada, empujo contra ella. Sabía que le estaba haciendo mal, que aquello no era la correcta forma de amarla, pero ella en ningún momento se quejo y trato de relajar su cuerpo lo mayor posible. Las manos enguantadas del hombre apretaron los muslos ajenos, con violencia, sabiendo que dejaría marcas y la mujer se trago cada uno de sus sollozos.

El no tardo en moverse, siendo brusco y rogando el perdón de ella a través de disculpas susurradas de manera pesada sobre el oído ajeno. Hacer el amor no debería doler, debería ser la máxima expresión de confianza y placer mutuo. Pero Manuel lo entendió cuando se sintió al borde del éxtasis. Tal vez el amor no era del todo hermoso, se mezclaba con otras sensaciones, como el dolor, era violento y triste, pero allí estaba, intentando resolver los males que azotaban el mundo a través de aquel sangriento acto.


2.

El aroma a pólvora, a sangre y adrenalina, estaba en el aire. El, que no era muy avivado para lo físico, podía sentirlo. Estaba allí, pesado, envolvente, casi tentador, como si del perfume de una mujer se tratara. Como si del perfume de su mujer se tratara. Aquella que intentaba detener aquella "locura", como ella solía llamarle. Locura. Heracles se reía de aquella palabra. Eso no era una locura, luchar por sus ideales, por su persona y por quien había sido siglos atrás, no lo era. En cambio, si era una locura mantenerse sin hacer nada, cuando el sentimiento de libertad estaba tan cerca. ¿Que era la locura? Los grandes imperios la habían usado para llegar al poder y esta vez, el lo haría.

Se giro, observando como la mujer, eternamente joven, lo observaba, expectante a su respuesta. La veía iluminada por la luz de la luna, que entraba por la ventana, con los ropajes algo desacomodados, con los labios hinchados y el cabello revuelto, todo producto de una pequeña y furica sesión de besos que había terminado de manera efímera que como había comenzado. Heracles pensaba que así se veía hermosa, sin la necesidad de utilizar las lujosas joyas que el mismo le había arrancado momentos antes. La mujer no se veía afectada por la pérdida de las mismas y él se alegraba. Ella no debía cargar nada de lo que podría haberle dado su contrincante.

—No— finalmente negó—. No me detendré— murmuro y volteo a ver la noche. Esa densa calma cargada de miedo le estresaba terriblemente, pero sabía que si buscaba a la mujer, se aseguraría de quedar sin fuerzas para el combate de mañana.

(T/N) se mordió el labio inferior, mientras se acercaba a él con rapidez, entrelazando sus manos, en gesto de suplica.

—Heracles, por favor, te lo ruego— gimió, lastimeramente—. Estas luchando contra el Imperio Otomano, el mismo que asesino a tu madre siglos atrás, ¿qué es lo que te hace pensar que podrás ganar?— siseo, sin escrúpulos. Sabía que hablar de la Antigua Grecia, le era difícil y así lo constato al ver el mohín de disgusto que se formo en el rostro del heleno.

—Tengo el apoyo de muchos, Rusia, Inglaterra y Francia. Cuando ella cayo, Europa le había dado la espalda— escupió, sin más.

La mujer estaba por hablar, pero una nueva voz la interrumpió.

—(T/N), es hora de irnos— aviso, Sadiq, parado en el umbral de la puerta. El Imperio se fijo en la cercanía de ambos y en la falta de sus lujosos regalos, pero no importaba. El podría separarlos, como lo había hecho hasta ese momento y podía adornar a su pequeña y adorada isla, como siempre. Pronto podría volver a pasar sus manos por la piel ajena, sin ningún tipo de preocupación tonta. Pronto, todo volvería a ser como antes.

La nombrada asintió con su cabeza y observo a Heracles. El hombre de ojos verdes soltó un pequeño bufido y la observo, con las cejas arqueadas, mostrando su enojo, como nunca. Antes de que ella se apartara, la tomo de la muñeca derecha y le dio un pequeño jalón, haciendo que se acercara aun mas. Se inclino y ante la mirada del mayor, le robo un hambriento beso.

—Cuando Ares haya pasado por mi tierra, Afrodita tendrá celos por cuanto amare tu ser— susurro, de manera ronca, sobre el oído ajeno. Sin más, la dejo irse.


3.

Matthew se refugió entre los senos de aquella mujer, aspirando su límpido aroma. Por unos momentos se pregunto si el olor a muerte, lodo y sangre, no le molestaría, pero ella parecía aceptarlo, mientras acariciaba su cabello y murmuraba palabras que él no lograba comprender, pero que sonaban como si de una nana angelical se tratase. El no estaba para eso, el no se merecía la redención. Su alma se encontraba sucia por sus actos y ahora, con cada toque, ensuciaba la de ella. Egoístamente, no le importaba, prefería mantenerla a su lado, enlodada en la oscuridad, lejos de cualquier resquicio de luz.

Movió su cadera nuevamente, dando profundas estocadas, arrancando, así, profundos gemidos de la mujer, interrumpiendo aquella nana. El placer subía serpenteante por su espina dorsal, haciéndolo sentir vivo, solo comparable cuando estaba en el campo de batalla. Fugazmente, el recuerdo de su hermano, de Alfred, observándolo a la lejanía, llego a su mente, haciéndolo jadear. No había sido su culpa, el no tenia opción. No era tan fuerte como su hermano, jamás lo seria, no podía ir en contra de Inglaterra, jamás había pensado en su libertad y, aun así, estando entre las piernas de quien siempre había amado, se sentía emancipado.

Trago fuertemente y apoyo sus manos en el suelo de madera, pudiendo ver el rostro de la mujer mayor, quien en incontables veces lo había cuidado a lo largo de su existencia y, aun ahora, lo hacía. Ella jadeaba, con sus ojos entrecerrados y el podía atisbar los pezones ajenos, endurecidos bajo el, casi, transparente camisón, que no le había dado tiempo a quitar.

(T/N) elevo sus brazos y acaricio las mejillas de Matthew, con cuidado y suavidad, haciendo que el enfocara su atención en ella. Era muy joven para entender que debería enfrentarse a sus propios hermanos, una y otra vez y el dolor que eso conllevaría, sería enorme.

—Está bien, estoy aquí— susurro, atrapando las caderas del contrario con sus piernas. El rubio asintió a duras penas, para luego inclinarse y besarla, de manera desesperada. Siempre estaría allí, el se encargaría de cortar sus alas y posibilidades. Solo la deseaba con y para él. 

Imaginas {Hetalia}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora