Comida japonesa

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Carlos vivía en México, tenía un hijo y una esposa que amaba mucho. Podía decirse que tenía una vida tranquilamente normal.

Hasta el lunes. Ese lunes todo cambió.

Se despertó con una rara sensación, se golpeó el pie derecho en el suelo con fuerza, porque se había acostado en el sillón, pero ahora su colchón estaba en el suelo de una habitación que para nada era la de él. ¿Dónde estaría?

Todos los muebles y adornos que tenía, los sombreros mexicanos colgados en la pared, las cortinas de colores, el cubrecama bordado, todo había desaparecido. Ahora todo era blanco y negro, con poquísimos muebles, que estaban más cerca del suelo. Sí, como la mesa donde le habían servido el desayuno. No había sillas, solo una alfombra. Agarró la pequeña taza de té, y pensó en los chilaquiles con salsa roja y huevos estrellados, las guajolotas y todo lo que estaba acostumbrado a comer. Recordarlo le dio hambre.

Y entonces llegó la peor parte. Entró en la cocina una mujer japonesa, que él jamás había visto en todos sus 30 años de vida. La miró sorprendido, y más sorprendido se quedó cuando ella lo abrazó y le dijo algo en japonés. Los dos llevaban el mismo anillo de matrimonio, pero él no la conocía.

¿Qué había pasado con su vida? ¿Dónde estaban su esposa e hijo?

—Carlos, ¡despiértate! ¿Te decidiste entre la comida japonesa o la china? Estoy hace rato con el dueño del restaurante en el teléfono esperando tu respuesta. 

 

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Un viaje a través de mis MicrocuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora