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Al entrar el local ya le había parecido un lugar acogedor y entrañable, sensación que reafirmó sumándole el excelente trato de los camareros que les atendieron. La decoración la tenía absorta, sólo en lapsos de silencio entre mordiscos, los ojitos le brillaban contemplando las bicis antiguas colgadas de paredes de ladrillo rojo, las matrículas numerando cada mesa y la añeja batería que aguardaba, sobre un pequeño escenario, desocupada al fondo del restaurante.

Estaba completamente maravillada ante ese pequeño rincón de Barcelona que desconocía hasta el momento, y Luis no podía evitar la sonrisa enternecida mientras la contemplaba.

—Me alegro de que te haya gustado —admitió el gallego rompiendo el silencio mientras mojaba una de sus patatas en la salsa que compartían en el centro. Aitana devolvió la vista a sus ojos y ellos consiguieron ampliar más su sonrisa que cualquier otro detalle de los muchos que les rodeaban.

—No habría estado mal que me avisases de la cantidad ingente de comida que me iban a poner delante —puntualizó recriminándoselo armada con un palito de queso a medio comer.

—Mucho quejarse pero te has zampado las tres quesadillas de tu plato.

—Pues porque era un delito no hacerlo —excusó divertida—, pero a ver quién duerme esta noche después de esto...

—Podemos rebajarlo dando un paseo, si quieres.

—¿Con un heladito? —preguntó con carita de buena.

—¿Pero tú no estabas llena?

—Pero siempre dejo un hueco en mis atracones para que quepa un heladito ¿algún problema? —Luis alzó las manos en son de paz entre risas.

—Pues paseo y helado. ¡Invito yo!

—No, tú has pagado la cena —rechistó fingiendo no poderse levantar por la cantidad de comida ingerida. Luis se acercó a ella ofreciéndole la mano como ayuda y, ante su sorpresa, Aitana agarró con fuerza dos de sus dedos sin intención de soltarlos a corto plazo mientras salían del restaurante—, al helado invito yo.

Cogidos de la mano cruzaron el paseo marítimo, pues habían divisado una heladería a escasos metros de allí. Tras una ardua negociación, Luis consiguió convencer a Aitana de que compartir el helado doble que se les había antojado era la mejor idea, pues aseguró no tener demasiada hambre después de semejante atracón. La catalana cogió el helado, y tras dejarle probar un poco, lo colocó en la mano contraria a la que llevaba entrelazada con el gallego, divertida, queriendo alejarlo lo máximo posible del chico que amenazaba con dejarla sin.

Entre piques fingidos de Luis ante la negativa de la del flequillo de darle más helado, regresaron sobre sus pasos y, descalzos a petición de ella, hundieron los pies en la arena encaminándose a la orilla del mar.

—¿Sabes, Luisito? Esto me da la vida —aseguró dejando que el agua mojase los dedos de sus pies mientras, con los ojos cerrados, disfrutaba del aroma salado de la brisa—, adoro el mar.

—Me apunto el dato —dijo él abrazándola por la espalda—, a mí me encanta verte feliz ¿Quieres que nos sentemos o prefieres pasear?

—Ven, nos sentamos y te doy un poquito más de helado antes de que se derrita del todo.

Aitana le llevó lo suficiente cerca de la orilla para poder extender las piernas y que el agua mojase sus tobillos pero sin el temor de que las olas acabasen calándoles la ropa. Se sentó en el hueco que Luis dejó entre sus piernas, apoyó la espalda en el torso del gallego y acabó conteniendo la risa, escondiendo el rostro en su cuello, cuando este intentó morder el trozo de galleta que quedaba aún en la mano de la chica.

Inefable.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora