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Cualquiera que la viera podría afirmar, sin temor a errar, que a Aitana se le cae la baba. Y poco tiene que ver el helado que sujeta con la mano que le queda libre. Lucía, agarrada a dos de sus dedos mientras pasean camino al parque, alza la barbilla para mirarla. Esboza una inmensa sonrisa al encontrarse, por el camino, con los ojos de la mayor y esta, ya de por sí enternecida, achina los ojos al reír cuando ve la boca de la pequeña cubierta de chocolate.

Si no lo conociera, más incluso de lo que él quisiera, habría asumido el abrazo que su novio le da por la espalda como un simple gesto amoroso. Pero, para desgracia de Luís, que se aventura a morder la gallega que la chica sujeta en su mano, Aitana es más rápida y extiende el brazo para que no sea capaz de alcanzarla.

—Eres mala —susurra riendo antes de robarle, al menos, un beso de los labios.

—Tú ya te has comido el tuyo, no es mi culpa que seas un glotón.

En cuanto entran al recinto cerrado del parque Lucía deshace el agarre, girando un poco la cabeza para pedir a los mayores el permiso correspondiente, y salir corriendo hacia los columpios en los que divisa a su amigo, cuando Luís y Aitana se lo conceden. La pareja decide ir, bastantes pasos por detrás, al mismo destino para saludar al abuelo del pequeño.

En una de esas llamadas para quedar en el parque con el fin de reunir a los pequeños, el hombre les contó un poquito más de la historia de Hugo. Con mucho esfuerzo, y todo el dolor que le continuaba provocando el mísero recuerdo, pudo relatarles como su única hija se había enamorado de un hombre, a juicio de quien sólo le conociera de puertas para fuera, encantador. Los primeros años de relación parecía ser la persona que más feliz le hacía sobre la faz de la tierra, o eso es lo que ella relataba a quien quisiera escucharlo, pero cuando se quedó embarazada sin haberlo planeado todo cambió.

Él se volvió celoso, o mostró serlo más que nunca, desconfiado y, sobre todo, agresivo. El abuelo de Hugo no era capaz de decirles, con exactitud, cuándo todo se descontroló desorbitadamente pero afirmó creer, por lo poco que sabía, que la primera agresión física llegó cuando su hija se cansó de perjurar que la afirmación que su novio le hacía en cada discusión, sobre que él no era el padre del pequeño que estaba por llegar, no era cierta.

Carla, que así se llamaba la madre de Hugo, aguantó lo inimaginable durante el embarazo porque el shock no le permitía reaccionar, pero cuando dio a luz, y recuperó las fuerzas perdidas en el esfuerzo, confesó su situación a sus padres. Dejó al pequeño recién nacido durmiendo sobre los brazos del hombre y, haciendo caso omiso a las súplicas de sus progenitores, fue a dar por concluida su relación con el hombre que la estuvo maltratando durante meses. Aquella fue, por desgracia, la última vez que Manuel y Patricia vieron a su hija con vida.

La noticia les dejó devastados, pero no pudieron siquiera dedicar tiempo a asimilarla, pues, con el asesino de su hija ya entre rejas, tuvieron que hacer mil y un trámites para poder acoger a su nieto legalmente.

Hugo ha crecido con el recuerdo que sus abuelos le han procurado de su madre, alejado por suerte de su progenitor, y rodeado de todo el amor que la pareja ha podido darle. Con el tiempo, el pequeño empezó a llamar papá a su abuelo, pues nunca contó con una figura paterna que no fuera él, así que el hombre quiso explicarles la historia para que entendieran por qué el papá de Hugo era un hombre tan mayor.

—¿Tú también has ido al cole, Huguito? —pregunta la pequeña, tras el gran abrazo con su amigo, sentándose con él sobre el suelo acolchado del parque.

—¡Sí, es súper chulo! —exclama emocionado, acordándose de que, por si acaso, también tiene que acompañar a su voz de los signos que conozca— Pero... Yo quería que vinieras a mi cole... —confiesa con una sonrisa triste.

Inefable.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora