Sabo II

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El primer discurso.
Sabo x OC.
AU victoriano.

El humo aumentaba por momentos. Toda Londres sufría el embate de los gases que provenían de las fábricas y, aunque acabase siendo imperceptible por la costumbre, una película gris bañaba hasta los espacios más alejados. Y Whitechapel, uno de los barrios más pobres de la villa, no sería menos.

Con su sombrero negro de copa tapaba su rostro lo mejor posible. El abrigo de cuero negro también lo llevaba abotonado hasta la boca, pero el escozor en su nariz hasta le era familiar e inofensivo. Con la mitad de su rostro y de su cuerpo quemado, aquel rastro de polución era como un continuo recuerdo de aquel evento traumático en una mina. Había estallado una burbuja de gas en uno de los pisos y muchos trabajadores habían muerto. Él era de los pocos que podía considerarse afortunado y aún sobrevivía sin ningún problema de salud grave. Ahora había conseguido trabajo de bibliotecario y estaba más tranquilo, pero pocos podían decir que sabían leer y escribir. La paga no tenía nada que ver con la que recibía en las minas, pero por lo menos no tenía a nadie más que alimentar y por lo que su vida dependiese tanto.

Pero sí; la situación era lamentable. Los mendigos poblaban las calles, las ratas correteaban sin miedo y las pandillas marcaban sus territorios y espantaban a los ajenos. Los irlandeses y los escoceses eran los que más acababan perdidos en aquel juego maligno porque eran tan temperamentales como los propios ingleses. El fútbol tampoco era un tema que nadie debiese tocar sin conocer que los demás eran afines al mismo equipo, porque los bares acabarían reducidos a astillas en un solo día. Así todo el mundo estaba en la miseria pero distraído. Y las ratas que vivían en la ciudad o en Westminster solo se aprovechaban más y más de ellos. A él no le gustaba nada todo aquello. Le daba la impresión de que en cualquier momento la tensión estallaría y comenzaría una guerra, aunque no era capaz de distinguir los bandos.

Y en medio de su monólogo interno, Sabo se distrajo por el bullicio acumulado en el interior de una plaza. Había muchas personas arremolinadas, con la vista en un hombre que, desde la altura que le otorgaba una caja de madera, los observaba con una sonrisa serena y las palmas levantadas. Esperaba pacientemente a que todos volviesen a callarse, y el recién llegado sintió curiosidad por el aura de aquel adulto que debía superarle por poco en edad.

Al principio no comprendió qué ocurría, pero luego vio a los alrededores y comprendió el ruido. Otros hombres intentaban pasar y golpear al extraño portavoz, pero eran detenidos por unos guardianes improvisados que se podía adivinar que eran amigos o compañeros del que estaba dando el discurso. A pesar de todo, mantenía puesta su pequeña sonrisa de labios bronceados. Ahora que se fijaba mejor, era de etnia asiática. O por lo menos en parte, porque aunque tenía el cabello castaño, sus ojos eran de un azul profundo y oceánico. Nunca había visto unos tan burbujeantes, y eso que él mismo tienes unos ojos azules que consideraba bonitos, pero eran mucho más oscuros y uniformes. Además, era muy alto, rondando los dos metros, y poseía una musculatura muy marcada. Solo con sus hombros podría levantar las vías del ferrocarril por su cuenta, pero tampoco parecía estar maltratado por la clase de trabajo de la zona. Con una banda negra atada a la frente intentaba apartarse el cabello de la cara, ya que el viento arreciaba en Whitechapel. No debía ser de allí, pero tampoco parecía sentir ningún tipo de molestia ante la polución de Londres. Por su forma de vestirse y la serenidad de sus movimientos, parecía un monje oriental, de aquellos que practicaban artes marciales, pero Sabo tampoco estaba en situación de juzgar cuando todos los conocimientos que tenía de ese mundo eran estereotipos mal explicados.

—Bien, ahora que ya nos hemos calmado. Sigamos con el tema que nos compete —Dio una palmada rápida y el silencio tensó el hilo hasta corregir todas las imperfecciones. La voz de ese hombre era grave, pero clara y potente. Parecía provenir de lo más profundo de sus entrañas y se dispersaba en ondas uniformes que vibraban en todos los oídos—. Muchos sabréis quién era Marx. De hecho, estaba vivo hasta hace poco, vagando por esta ciudad después de ser exiliado de Alemania, de Francia y de cualquier lugar en el que no viesen con buenos ojos sus ideas. Porque le tenían miedo. Y se lo seguirán teniendo incluso después de muerto. Las ideas no mueren con sus dueños, sino que se extienden y sirven de yesca para prender la revolución. Y él lo sabía bien y dio su vida por ello, por nosotros. Voy a hablaros de un elemento clave de la teoría económica que él desarrolló: la plusvalía.

Y en ese mismo instante, Sabo tuvo contacto por primera vez con el comunismo. Había escuchado algunos nombres y conceptos antes, pero nunca como algo serio, nunca como algo que incluyese años y años de teoría y nunca hubiese podido ser desmentida. Supo de lo que ocurría en Centroeuropa, de las tensiones en el Imperio Austro-húngaro y de la movilización obrera en lugares como el Imperio Ruso. En un segundo supo más de Europa que en todos los años comprando periódicos. Por lo visto él había vivido de niño y de adolescente las Guerras del Opio en China, por lo que su voluntad de plantar cara a Gran Bretaña y Francia llevaba latiendo en su interior como un fuego lento pero inamovible.

Ese hombre se llamaba Lee, y fue el primer amor de Sabo. Nunca quiso mostrarlo en público porque no dejaba de ser pecaminoso ese tipo de atracción, pero en su interior siempre lo tuvo claro.

En cuanto terminó el discurso, se acercó como pudo a él, suplicó a sus guardianes y se coló entre sus cuerpos para llegar a su lado. Por muy extrañas que fuesen sus acciones, su sonrisa serena no desaparecía, expectante de cualquier palabra que quisiese decirle.

—Me llamo Sabo y acabas de iluminar mi camino —Su simple introducción ya hizo reír al otro hombre. Era una risa burbujeante, con un gorgorito precioso y un tono cantarín que derritieron sus dedos y lo hicieron temblar todavía más en su sitio—. Llevaba mucho tiempo pensando que esta sociedad no estaba bien, que debíamos cambiarla de raíz, pero nadie me explicó nada de esto. Y —Acogió una de las manos de Lee entre las suyas. Era grande, callosa y áspera. Era igual que él, a pesar de que uno tuviese una piel más rosada y otro, más amarillenta—, por favor, me gustaría aprender más... Deja que me quede un rato más contigo.

Y ante aquella petición, ni el hombre más duro y recto del mundo podría oponerse—. Claro, camarada. La libertad está para quien la necesite.

Retazos; One Piece x OCDonde viven las historias. Descúbrelo ahora