Historia corta 13

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Lluvia de noviembre

Noviembre había llegado sin apenas hacer ruido, sigiloso, y él seguía sin cumplir su promesa. Lejos quedaba aquel mes de febrero en Bogotá, cuando Armando, siguiendo el consejo de Mario, decidió tras la junta (de la que salió airoso gracias al informe maquillado) enviar a Betty lejos para que no tuviese que presenciar su matrimonio con Marcela. Lejos quedaban las promesas de Armando de volver a buscarla una vez solucionada la situación económica de Ecomoda y una vez separado de Marcela. Lejos quedaban los sueños de felicidad...

Betty se levantó a las 10. Llovía, llovía como cada día desde hacía una semana y probablemente ya no pararía hasta la primavera. Aún no se había acostumbrado a ese clima húmedo y templado del atlántico. Subió las persianas del salón y vio las calles del casco histórico de la ciudad llenas de paraguas multicolores dirigiéndose apurados a la rutina de su vida diaria. Se duchó y tomó un buen almuerzo. Ya eran las 10:30. Comenzaba su jornada laboral, así que encendió el ordenador y se puso a trabajar. Terra Moda se había convertido en una solvente empresa de inversiones que Betty, desde la ciudad que la acogía, y Nico, desde Bogotá, dirigían con bastante éxito.

Los primeros días de su “exilio europeo”, como Nico le decía cariñosamente, Betty comenzaba el día haciendo un repaso a la prensa colombiana por Internet, especialmente a la sección de sociedad, con la esperanza agridulce de tener noticias de Armando. Pensó que lo podría soportar, que su amor por él la hacía lo suficientemente fuerte, pero no fue así... Y el día que vio la foto del matrimonio civil entre Armando Mendoza y Marcela Valencia, tiró a la basura el móvil que la mantenía en contacto con Armando. Sin previo aviso, sin explicaciones, sin palabras ni lágrimas compartidas. Armando entendió, con el alma hecha pedazos, su decisión. Y ella se prometió a si misma que si algún día él decidía volver a buscarla, ella allí estaría, esperándolo como le prometió. Él sabría encontrarla si de verdad la amaba, pero ya no podía seguir en esa situación. Con los celos y la incertidumbre sabía que acabaría odiándolo y odiándose así misma...

Pero esos recuerdos en un día como hoy se volvían retorcidamente dolorosos. Un día como este, Betty había conocido a ese hombre que dominaba sus sentidos y su voluntad, un día como este hacía un año ella había comenzado a trabajar en Ecomoda... Y esos recuerdos ahogaban su mente...

Las horas pasaban y el cielo dio un respiro dejando de llover. Así que Betty decidió aprovechar ese momento para salir a dar un paseo. Cambió el chándal por unos pantalones de pana marrones, un jersey de lana veis grueso, un abrigo tres cuartos de piel negro y una bufanda de lana. Estaba preciosa. Ya nada quedaba de Betty la Fea, ni los braquets, ni el capul ni las gafas.... No cogió el paraguas. Ya estaba harta de ir a todas partes con él y ahora había dejado de llover y sólo iba a estar un rato fuera.

Ya iba de vuelta a casa cuando pasó por delante de la catedral y decidió entrar un momento. Le encantaba el silencio de ese lugar a esas horas de la mañana. El olor a incienso y velas lo llenaba todo. Dio una vuelta a la planta y se paró delante de una de las capillas laterales. Allí encendió una vela por el amor que hacía un año había nacido y del que aún tenía esperanza, encendió otra vela por la paz que ahora tenía en su vida y encendió una última vela por Armando, para que fuese cual fuese su destino, estuviese protegido. Le gustaba el ritual de la velas encendidas y pensó que ese era un lugar hermoso para llevarlo a cabo, no por convicciones religiosas. Muchas veces, en la soledad de su piso hacía lo mismo, esparciendo velas de color por diferentes lugares de la casa para purificar su alma y su hogar.

Se sentó un rato en los bancos de la iglesia, no para rezar, sino para pensar. Le sobrecogía estar en esa inmensidad de silencio, en la podía escuchar los lamentos de su alma. Su razón le decía que era hora de darse por vencida, de aceptar la dura derrota, de olvidar a ese hombre y de volver a empezar. Pero su corazón le pedía un último esfuerzo de lealtad y de amor... y era una lucha perdida. Su corazón siempre ganaba.

Ya eran las 12 y decidió irse. Pronto empezarían a llegar los peregrinos para la misa de las 12:30. Salió por la entrada de la Plaza. Volvía a llover. Estaba cayendo un tremendo chaparrón y la gente corría a resguardarse en los soportales de los edificios. Esa plaza era sin duda especial. Cercada a los cuatro costados por edificios históricos de piedra, era imposible no sobrecogerse en su inmensidad y tranquilidad, sobre todo en su centro. Cada peregrino que terminaba el camino se sentaba allí, agotado pero satisfecho por conseguir llegar, y cada estudiante inevitablemente al menos una noche de fiesta acabase tumbado allí, observando las estrellas y soñando. Era un lugar que transmitía una energía especial.

Y en esos pensamientos estaba Betty, resguardada en la entrada de la catedral. Se abrigó bien y se dispuso a irse corriendo para casa en medio de la tormenta, que parecía no tener fin. Pero algo la detuvo. En la plaza ya no quedaba gente, los pocos que pasaban ya se habían resguardado en los soportales. Y sin embargo, alguien se había quedado en su centro parado. Parado allí, miraba al cielo con los ojos cerrados y dejando que el agua empapase su cuerpo y limpiase su alma. Estaba tranquilo, sin moverse apenas. Como si realmente no estuviese allí. Llevaba un abrigo negro por encina de un chino gris oscuro y de una camisa blanca.

Esa visión removió cada trocito de su alma. Lentamente empezó a caminar hacia él. La lluvia la estaba empapando poco a poco pero ella no lo sentía, sólo se dejaba llevar por la atracción que ese hombre ejercía sobre ella. Tenía que ser él, tenía que ser él... Aún no podía ver bien su cara pero su corazón no le podía engañar. Siguió caminando despacito. Seguí lloviendo y él seguía con los ojos cerrados, mirando al cielo y dejando que el agua cayese sobre su rostro.

Ella ya estaba a su altura y se puso frente a él. Temblaba cada centímetro de su cuerpo. Era él. Ya no había duda. Armando estaba demasiado lejos con su pensamiento como para notar su presencia. Betty se acercó todavía más, estaba casi pegada a su cuerpo. Levantó sus manos y acarició el rostro de Armando, suavemente, apenas rozándolo, sin creerse todavía que estaba allí.

A (en un susurro): Betty, mi Betty...- Armando creía que era un sueño y sus lágrimas corría por sus mejillas mezclándose con las gotas de lluvia. Llevaba días buscándola y estaba agotado y desesperado...

Betty siguió acariciando su rostro, él ronroneó con su mejilla esa mano que le devolvía a la vida. Todavía tenía los ojos cerrados y temía abrirlos y romper ese sueño. Pero los abrió.... y allí estaba ella, su ángel... tan bello, tan dulce, empapado en lágrimas y lluvia.... su ángel... Y esta vez fue él quien levantó sus manos para acariciar el rostro de Betty.

Los dos temblaban, por la lluvia que calaba sus huesos y los sentimientos que no encontraban cabida. Armando se acercó, poquito a poquito, hasta el rostro de Betty, levantó su cara y con toda la dulzura de que fue capaz besó sus labios, suavecito, despacio, apenas rozándolos... y a ese beso siguió otro, y otro más y otro, cada vez más osados y más deseados.... se devoraban con pasión, con fuerza, con devoción...

Armando se separó un momento para perderse en la mirada de ella y asegurarse que su Betty volvía a estar con él, que no era una traición de su corazón...

A (mirándola a los ojos): tenía tanto miedo, tanto miedo de que no me esperases, tanto miedo de no encontrarte...

B (devolviéndole esa mirada llena de lágrimas): tenía tanto miedo, tanto miedo de que no volvieses a buscarme, tanto miedo de perderte...

Y allí se quedaron los dos, abrazándose y besándose con veneración, con la lluvia de noviembre devolviéndoles la vida.

FIN

Historias de Betty, la feaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora