Capitulo 81

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Incluso si el mundo ardía en llamas, con todos los demonios y las

víctimas de su pasado, amenazando con consumirlo por toda la

eternidad y más allá, no le importaba. Habría dado la bienvenida a la

llama, a la muerte. Era invencible. Era Atticus Lamia. Podía tener el

mundo a sus pies con tan sólo chasquear los dedos, pero no había

sido capaz de ganarse el corazón de la mujer que amaba. No

merecía ser feliz. Tan cerca, pero, a la vez, tan lejos.

Tenerlo todo y, aun así, no tener nada.

Se apoyó contra la ventana de la habitación y examinó el lugar

donde ella pasaba sus noches. Incluso la habitación parecía vacía y

sin vida. Jamás había considerado el palacio de él su casa, supuso.

Era sólo algo temporal. A lo mejor siempre había sabido que algún

día la dejaría marchar y que su tiempo allí se iba acortando cada día

que pasaba, hasta que al fin él vería la luz y la dejaría ir. A lo mejor

tenía fe en que habría un resquicio de bondad entre aquellos

pensamientos monstruosos.

El corazón de Atticus sangraba. Deseaba hundirse, caer de

rodillas y llorar y llorar hasta que no le quedasen lágrimas y todos

sus recuerdos de ella se hubiesen evaporado y él estuviera

finalmente libre de aquellas cadenas.

—No lo hagas — le advirtió Lucifer. Su afilada figura se manifestó

entre las sombras de la luna plateada. Pasó la mano por la espalda

del rey, haciéndole notar un escalofrío, intentando despertar la furia

y la Oscuridad que habitaban en su interior—. No la dejes ir. El bebé

puede salvarse todavía. Yo puedo salvarlo. Déjalo vivir. Ella querrá

al niño y te querrá también a ti. Puedes hacer que te ame. Rómpela

hasta que no sea nada. Quema las partes de ella que quieren a

Hansel. Reemplázalas por amor hacia ti.

—Déjame en paz.

—No la dejes ir.

—¡Que me dejes en paz! —gritó Atticus, su expresión cada vez

más sombría, los colmillos asomando bajo su labio superior. Sus

ojos, rojos de tanto llorar, ardían con sed de sangre, igual que cada

célula de su cuerpo, ávidas de notar el dulce placer de una muerte

violenta, la delicadeza de la sangre en sus manos.

—Es tuya, ¿sabes? Todo en este mundo lo es. Te pertenece.

Todo te pertenece. Te la puedes follar y jugar con ella. Es tuya. Si la

quieres de rodillas, con la boca alrededor de tu verga y sus tetas en

tus manos, puedes hacer que suceda. Tienes que luchar por lo que

deseas, Atticus. No eres un cobarde. — Las palabras de Lucifer eran

como una canción, melódicas y suaves, rítmicas y elegantes, cada

una danzando en la punta de su lengua y saliendo como un torrente.

Atticus apartó la cara. Con la mandíbula apretada y los puños

contra el alféizar de la ventana, deseó poder aniquilar a Lucifer,

cortar al bastardo en pedazos hasta que no fuese más que un

picadillo de sangre y huesos, un festín para las ratas. Deseaba que

su corazón no se decantara por hacerle caso, que su interior no

danzara al son de la idea de futuro ofrecida por la siniestra bestia a

su lado.

Todo cuanto decía aquel demonio era verdad. Atticus estaba

escogiendo el camino menos transitado. Uno en el que él iba a sufrir

todo el dolor y el néctar de la felicidad sólo lo saborearían otros,

nunca él. Pero también podía quedarse con Evelyn, su Evelyn, allí

mismo, encerrada en su palacio para ser su puta y su juguete y su

amante y su reina y todo lo que él quisiera. Podía hacerlo. Sólo

necesitaba determinación y un corazón de piedra.

Miró la oscuridad de la noche ante él, el jardín moteado con

puntos de luz. Pensó en Hansel, esperando en los establos. Todo

cuanto necesitaba era un gesto de la cabeza, un movimiento rápido

y la tierra se teñiría de rojo con la sangre de su amigo. Evelyn

lloraría, sí, pero se le pasaría. Atticus se aseguraría de ello. Una vez

supiera lo del bebé, puede que al principio se asustara, deseara su

muerte. O a lo mejor eso la llenaría de alegría y los amaría a los

dos, a él y al pequeño, con todas sus fuerzas. En cualquier caso,

daba igual. Si Atticus quería quedarse el bebé, el bebé viviría.

—Te pertenece. Y el niño también. Eres Atticus Lamia, no te

arrodillas ante nadie. No temes a nada. Toma lo que quieres, lo que

mereces, la felicidad que se te debe desde el inicio de los tiempos.

Toma a la mujer que amas y hazla tuya.

—¡Cierra el pico! — rugió Atticus, sus palabras una explosión que

quemaba con la promesa de la muerte. La habitación tembló cuando

las ondas de sonido reverberaron en las paredes. Apartándose de

Lucifer, que se había ido acercando a él con cada frase, añadió—:

Déjame.

El diablo sonrió.

—Sabes que es la verdad. ¿Por qué soportar ese dolor? Ser

altruista está sobrevalorado. ¿Por qué anteponer a nadie? No hay

sentimientos más importantes que los tuyos. Evelyn no ha hecho

más que herirte, Atticus. Házselo pagar. Espera a que vuelva,

espera a que puedas tenerla entre tus brazos, espera a tenerla

contra la pared, su cuerpo tan suave y tan joven contra el tuyo. No

podrás dejarla ir. Nunca has tenido la fuerza de voluntad para

dejarla ir. Siempre te querrás más a ti que a ella.

—Te equivocas. — La voz del vampiro era un gruñido vacío.

Algunas cosas era más fácil decirlas que hacerlas.

Lucifer le mostró una última sonrisa de oreja a oreja; sus ojos

rojos brillaron en la oscuridad antes de desvanecerse entre las

sombras.

Un segundo después, Atticus oyó pasos en el pasillo, ligeros y

rápidos.

Evie.

Su Evie.

Evie, su Evie.

Un Amor Oscuro Y Peligroso - Almas EternasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora