Nuestra Promesa

7 0 0
                                    

LUCY

El cielo estaba cubierto por un manto gris que parecía llorar junto a todos nosotros. Nos encontrábamos en el cementerio, rodeados de coronas de flores y miradas tristes. Sadie no había parado de llorar desde el momento en que llegamos. Sus sollozos eran suaves, casi ahogados, como si intentara contener el dolor que la estaba desbordando. Podía sentir cómo su cuerpo temblaba ligeramente cada vez que una nueva ola de tristeza la golpeaba.

Yo me mantuve a su lado, en silencio, sin atreverme a soltar su mano. La ceremonia continuaba, pero era como si todo el mundo se desvaneciera alrededor de ella. Solo existía ese dolor crudo y desgarrador, reflejado en sus ojos llenos de lágrimas.

Los asistentes se mantenían a una distancia respetuosa, la mayoría amigos y familiares. Pude ver a su madre y a sus tíos al frente, todos con rostros sombríos. No era necesario conocerlos para entender la profundidad de su pérdida. Pero Sadie... ella parecía cargarse todo el peso de esa tristeza sobre sus hombros, como si el mundo hubiera dejado de tener color para ella.

El sacerdote comenzó a recitar las palabras de despedida, y fue entonces cuando vi cómo la expresión de Sadie se rompía por completo. Sus sollozos se convirtieron en un llanto desgarrado que resonaba en el silencio del cementerio. Sentí un nudo en mi garganta, y quise envolverla entre mis brazos, pero no quería quitarle el espacio para despedirse.

—No la quiero dejar, Lu —sollozó, apenas audible—. No estoy lista para decirle adiós.

Mis propias lágrimas amenazaron con brotar, pero me obligué a mantenerme fuerte por ella. Lentamente, deslicé mi brazo alrededor de su cintura y la atraje hacia mí. Sentí su cabeza apoyarse en mi hombro mientras su llanto continuaba.

El ataúd comenzó a descender, y en ese momento, sentí cómo la mano de Sadie se apretaba con más fuerza en la mía. Estaba aferrándose a cualquier cosa que le impidiera derrumbarse por completo. No sabía qué más decirle, porque no hay palabras que alivien ese tipo de sufrimiento. Solo podía estar allí para ella, en silencio, compartiendo su dolor.

Su madre se acercó para depositar una flor sobre el ataúd, y sus hermanos hicieron lo mismo. Cuando fue el turno de Sadie, vi cómo vacilaba, como si el acto de soltar esa flor fuera la confirmación de algo que no quería aceptar.

—Puedes hacerlo —le dije en voz baja, apretando suavemente su mano—. No es un adiós, es un hasta luego.

Sadie tomó aire y, con lágrimas corriendo por sus mejillas, avanzó lentamente. Con un temblor en la mano, dejó caer la flor sobre el ataúd, cerrando los ojos con fuerza mientras lo hacía. Se quedó allí, inmóvil, por unos segundos eternos, como si esperara alguna señal, algún último gesto de su abuela. Pero todo lo que obtuvo fue el silencio.

Volvió a mi lado, y esta vez no dudé en rodearla con ambos brazos, abrazándola tan fuerte como pude. Dejé que llorara en mi hombro, permitiéndole liberar el dolor que había estado acumulando durante tanto tiempo.

Al final, mientras la gente comenzaba a dispersarse, nos quedamos las dos allí, frente a la tumba. La lluvia comenzaba a caer suavemente, como si el cielo mismo llorara junto a ella. No nos movimos, no había prisa. Era su momento, y yo estaría allí tanto tiempo como lo necesitara.

El padre de Sadie se acercó con pasos cautelosos, su mirada reflejando el agotamiento y la tristeza que todos compartíamos. Colocó una mano en la espalda de Sadie para ayudarme a guiarla hacia el auto. Sadie ya estaba un poco más calmada, aunque sus ojos seguían llenos de una melancolía que parecía no tener fin. Verla así, rota por dentro, hacía que mi corazón se hundiera aún más. Quería hacer algo, lo que fuera, para quitarle ese dolor, pero sabía que solo el tiempo podría aliviar lo que sentía.

Nuestro SecretoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora