LXXXIX: El rito del desierto

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Se quedaron allí, en aquella tienda que parecía una enorme habitación, el resto del día. Solo recién al anochecer salieron en busca de algo para cenar, ya que luego de tanta actividad se sentían hambrientos.

Para Samira desde que salieron de Milard, todo le parecía un sueño y más desde que habían llegado al asentamiento. Zeth la hacía sentir la mujer más hermosa del universo, demostraba que su cuerpo de guerrero reaccionaba a cualquier estimulo por parte de ella. Y cuando estaban totalmente solos se portaba muy cariñoso, y seductor, algo que hasta hacía unos días, Samira no conocía en él. Ella también sentía que se portaba de forma diferente con él. Con él, no había nada que ocultar, ella sentía que estaba segura y eso le daba mucha confianza. Realmente su marido le gustaba mucho, y la hacía sentir cosas que nunca se imaginó sentir. Las caricias de Zeth la hacían derretirse por completo, y cuando sus manos no estaban sobre ella, su piel las extrañaba. Samira nunca había sentido ese nivel de apego con nadie en su vida. Y era algo que le gustaba mucho.

Para la cena los nómades habían preparado otro gran evento, al parecer todas las cenas eran así en el asentamiento, cualquier motivo era bueno para reunirse en el punto de encuentro principal, hacer una gran fogata y compartir los alimentos que todas las familias tenían.

— ¡Allí están! Estuve a punto de ir a buscarlos como tres veces durante el día, pero Lidah me dijo que los deje descansar... — Rohand le guiño un ojo a Samira y luego una mirada cómplice a Zeth. — ¿Descansaste lo suficiente kelubariz? ¡Jajaja! — Para luego reír con fuerza.

—Si Rohand, descansamos lo suficiente. Gracias por no molestarnos...— Contestó Zeth.

—Me alegro oír eso. Vengan, no hay tanta comida como ayer, pero pueden encontrar exquisiteces por aquí... — dijo Lidah tomando del brazo a Samira y le dio una jarra con de ese vino dulce y suave de la noche anterior. –Deberías beber un poco de agua miel también, la hace Micah, es una experta en estas cosas. –

— ¡Toma muchacha! ¡Prueba! Tu marido siempre que se cruza con nosotros, nos compra algunos barriles de agua miel para su Oasis. – Exclamó Micah extendiendo desde su lugar otra jarra con agua miel.

—Oh! En nuestra boda bebimos de tu agua miel entonces. – dijo Samira.

— ¿En serio? ¡Pero que honor, que honor! En la boda de nuestro comandante libertador se sirvió mi agua miel. ¡Un brindis por el agua Miel de Micah! – Exclamo Micah y todas las mujeres de alrededor gritaron en señal de festejo.

— ¿Descansaste lo suficiente Samira? — Preguntó Lidah cuando se sentaron a compartir bocadillos y bebidas.

—Sí, muchas gracias por el baño, y las comodidades de la tienda – Dijo Samira dejando que sus mejillas se coloreen un poco más.

—Es un honor siempre para nosotros recibir y refugiar a Zeth y ahora con mayor orgullo a su esposa también. – Dijo Lidah.

—Toma Samira, hice este amuleto para ti querida, póntelo, te protegerá de la envidia. Hay muchas mujeres aquí en el asentamiento que te han envidiado ayer, con inocencia y sin malas intenciones, claro. Es que Zeth era un soltero codiciado entre las mujeres de este asentamiento, y ahora que saben que está casado, todas querían conocerte. Pero tu belleza, seguro las ha deslumbrado...— La anciana Deliah le dio una delicada pulsera de pequeñas piedras rojas y turquesas, de vez en cuando algunas decoradas como pequeños ojos.

—Jajaja ¡vas a tener que hacerle dos o tres más de esas, vieja! – Exclamó divertida Micah.

—No hace falta Micah, ayer vi como el comandante miraba a Samira. Dicen que cuando una mujer conquista el corazón de un hijo del desierto no hay tormenta de arena que lo separe de su dueña. Los ojos de águila de Zeth solo brillan cuando miran a Samira. – Dijo Deliah con su tono místico.

Los hijos del DesiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora