Capitulo 4

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La Carga del Imperio
Frederick

El sonido del ascensor se desvanecía mientras caminaba hacia la salida. No me detuve, ni siquiera para pensar en lo que acababa de pasar. Mackenzie Taylor. Esa mujer era un enigma. Un problema, quizás, aunque también una solución. Había algo en ella, en su manera de enfrentarse a mí, que hacía que todo se sintiera diferente. No era como los demás, eso lo sabía desde el primer día. Pero no podía permitirme el lujo de distraerme con su personalidad desafiante, su inteligencia, ni mucho menos su presencia física. Tenía mucho más en juego.

Mientras el aire fresco de la noche me golpeaba el rostro, los pensamientos empezaron a enredarse en mi cabeza como lo hacían cada noche cuando las luces de la oficina se apagaban y el bullicio de la ciudad moría un poco. Durante el día, mi mente estaba ocupada, ocupada con todo lo que era necesario para que Montgomery Enterprises funcionara sin problemas, para que el imperio que construí con tanto esfuerzo no se derrumbara. Pero por la noche, cuando el silencio me rodeaba, esos otros pensamientos se filtraban.

La culpa. La pérdida. El peso de lo que había sacrificado.

Me subí a mi coche, un sedán negro de lujo que me esperaba en la entrada, y me sumergí en el asiento de cuero. Mis dedos se aferraron al volante mientras el motor rugía suavemente. Este era el único lugar donde sentía algo de control absoluto, aunque fuera momentáneo.

El tráfico a estas horas era ligero, y en el camino a casa, mi mente comenzó a vagar hacia un lugar que rara vez visitaba: mi pasado. No es que intentara olvidarlo, pero mantener la vista hacia adelante siempre me había resultado más fácil. Las decisiones del pasado estaban hechas, las consecuencias habían sido asumidas.

Siempre me habían descrito como un hombre frío, insensible. La verdad es que esas palabras no me molestaban. Quizás era así. No me importaba lo que la gente pensara de mí. Desde que era joven, supe que el éxito requería sacrificios, y yo había hecho los míos.

El primer sacrificio fue ella.

Rebecca.

Nos casamos jóvenes, por conveniencia más que por amor. Éramos perfectos en el papel: la hija de una familia influyente y el joven empresario con ambición desmedida. Juntos construimos una imagen pública impenetrable, pero detrás de las puertas de nuestra lujosa mansión, éramos dos extraños. Nunca llegamos a amarnos. Ni siquiera lo intentamos.

Para Rebecca, lo que más importaba era mantener las apariencias. Para mí, lo único que me importaba era el éxito. Montgomery Enterprises era mi prioridad, mi creación, mi todo. Y esa fue la causa de nuestra desconexión. Incluso cuando llegaron los niños, mi atención seguía centrada en la empresa. No fui un buen esposo, y, ciertamente, no fui un buen padre. Era incapaz de darles lo que necesitaban emocionalmente. Y aunque nunca lo admitiría en público, la verdad es que ni siquiera lo intenté.

Recuerdo claramente el día que nació nuestro primer hijo, William. Rebecca me miró desde la cama del hospital, con el recién nacido en sus brazos, y sus ojos me suplicaban algo. Amor, conexión, apoyo... nunca lo supe. Pero no supe cómo dárselo. En lugar de eso, hice una llamada de negocios apenas una hora después del nacimiento de mi primogénito.

Después de William, vino James y para finalizar, hace un año llegó Emily. Todos hermosos, perfectos a su manera. Pero mi vida no cambió. Seguía dominado por la necesidad de expandir mi imperio, de ser el mejor, de mantener el control. Rebecca, por su parte, se dedicó a los niños, pero no sin resentimiento. El espacio entre nosotros crecía cada día, hasta que, eventualmente, era como si ni siquiera existiéramos el uno para el otro.

Y luego, ella murió.

Era un día normal. Estaba en una reunión con uno de nuestros principales socios comerciales cuando recibí la llamada. Un accidente automovilístico. Un choque fatal en una carretera rural. Mi primera reacción no fue el dolor, fue incredulidad. No entendía cómo alguien tan joven, tan fuerte, podía desaparecer de repente. Cuando la realidad me golpeó, lo único que sentí fue una especie de vacío, una pérdida de control que me asustó. Mi imperio, que hasta ese momento había sido mi única razón de vivir, ya no me parecía suficiente.

Después de su muerte, todo cambió. No porque de repente sintiera remordimiento o una especie de despertar emocional, sino porque la carga sobre mis hombros se hizo más pesada. Ahora, además de manejar mi empresa, tenía que ocuparme de mis hijos. Tres niños que apenas conocía, y que ahora dependían de mí, un hombre incapaz de mostrarles el tipo de amor que necesitaban.

William, con solo diez años, había heredado mi rigidez. Era un niño inteligente, brillante incluso, pero tan distante como yo. James, más sensible, intentaba hacerme sentir orgulloso en cada pequeño gesto, como si buscara algo que yo nunca supe darle. Y Emily, la pequeña, con solo un año, ni siquiera me conocía. Cuando la sostenía en mis brazos, siempre me preguntaba si alguna vez podría ser para ella el padre que Rebecca hubiera querido.

Pero el tiempo no espera a nadie, y el imperio no puede detenerse. Poco a poco, volví a mi rutina, enterrando cualquier posibilidad de redención bajo el trabajo constante. Contraté niñeras, amas de llaves, asistentes personales. Mi hogar se convirtió en una especie de prisión, llena de extraños que cuidaban de mis hijos mientras yo me sumergía en el mundo corporativo. Siempre pensando que, de alguna manera, mi éxito los compensaría por mi ausencia.

Montgomery Enterprises prosperó. El precio que pagué por ello fue alto, pero para mí, siempre había valido la pena. El control absoluto, la eficiencia, la perfección: esos eran mis valores. Y todo lo que estaba fuera de esos parámetros, simplemente lo apartaba de mi mente.

Pero Mackenzie Taylor... ella era diferente. Desde el primer momento que la vi entrar en mi despacho, algo en su actitud me provocó. No era como los demás arquitectos con los que había trabajado antes. No intentaba impresionarme ni adaptarse a lo que creía que yo quería. Su confianza, su insolencia incluso, me desafiaban. Y yo no era alguien que aceptara desafíos sin responder.

Ahora, sentado solo en mi coche, frente a mi casa silenciosa, pensé en ella más de lo que debería. ¿Por qué me inquietaba tanto? ¿Por qué no podía simplemente verla como una más de las tantas personas que trabajaban para mí? No era solo su talento lo que me atraía; era su independencia, su forma de mantener su propia identidad sin doblegarse ante mi control.

Apreté el volante con más fuerza.

No podía permitir que Mackenzie Taylor me distrajera. No podía permitirme perder el foco, no ahora, cuando todo dependía de mantener cada pieza en su lugar. Mis hijos, mi empresa, mi reputación. Había trabajado demasiado para permitir que algo o alguien desordenara mi mundo.

Me obligué a salir del coche y caminar hacia la puerta de mi casa. La luz en la sala estaba apagada, y el silencio me envolvió de inmediato. La niñera debía haber acostado a los niños hace horas. Todo estaba en su lugar, perfectamente organizado, tal como me gustaba. Pero, por alguna razón, esta vez el orden no me brindaba consuelo.

Mientras caminaba por el pasillo, me detuve frente a la puerta de la habitación de Emily. Sin pensarlo demasiado, giré el pomo y entré. Ahí estaba ella, dormida plácidamente en su cuna, completamente ajena al caos en el que vivíamos. Me acerqué lentamente y la observé en silencio. Tenía los rasgos de Rebecca, algo que me dolía y me reconfortaba al mismo tiempo.

Me pregunté si algún día sabría que su padre no era más que un hombre que había construido un castillo de acero alrededor de su corazón, para no sentir el peso de lo que había perdido.

Y, en ese momento, me di cuenta de algo. Mackenzie Taylor no solo era un desafío profesional. Era un recordatorio de que, tal vez, había algo más allá del control que tanto valoraba. Algo que ni siquiera yo estaba listo para admitir.

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