Resurrección (II)

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Todo a mi alrededor parece una escena congelada

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Todo a mi alrededor parece una escena congelada. El ambiente es desolador. Entre la arboleda, sopla una pequeña brisa bajo un cielo completamente encapotado. Las caras de las personas que han asistido al funeral están marcadas por el mismo dolor que llevo yo, aunque sé que nadie lo siente como yo. Al mirar la sencilla lápida de mi madre, siento que la vida entera se me desploma encima. No sé cómo llenaremos el vacío que deja.

La ceremonia ha comenzado, pero apenas escucho las palabras del sacerdote. En mi mente, se repite una y otra vez la imagen de mi madre en mis brazos y su último aliento antes de apagarse. "Siempre estaré contigo", se repite una y otra vez y me siento miserable. Todo esto fue culpa mía y esta culpa me ahoga por momentos. Estos pensamientos se canalizan echando raíces dentro de mi propio ser como un recordatorio de lo que hice y mi castigo a pagar. Intento concentrarme en cada rostro familiar, cada uno atrapado en su propia pérdida. Cada uno recordándome lo que he sacrificado injustamente.

Luisana está a mi lado, inmóvil. Su rostro tan abatido se ve todavía más demacrado de lo habitual. Las líneas de dolor le marcan los ojos y el contorno de la boca como si llevara encima toda la pena del mundo. Su vida ha sido un ir y venir de sombras, desgracias y ausencias, pero nunca la había visto tan rota como ahora. Mi hermana, quien lo ha perdido todo una y otra vez, ha visto cómo la tragedia nos sigue a cada paso perdiendo de nuevo a alguien que la amaba incondicionalmente. Felipe la rodea con un brazo, apretándola con ternura, y es casi como si él mismo estuviera intentando absorber todo su dolor. También ha sido como un hermano para mí; y ahora lo veo aquí, herido, sosteniendo a Luisana, como si fuese su refugio entre tanta tristeza. De reojo, veo que sostiene la mano de Allegra y ésta sostiene la de su hermana Mía. Apenas entienden la magnitud de lo que ha pasado. Ambas lloran en silencio, confundidas y asustadas.

A unos pasos de ellos están Coco y Micaela. Coco, quien siempre ha sido mi cómplice, no puede mirarme a los ojos. Sé que me culpa, pero, a pesar de ello, está aquí. Él, quien siempre trata de animarnos a todos, parece que ha perdido su chispa. Lo veo fruncir los labios, mirar al suelo, y sé que lo hace porque no sabe cómo enfrentarme. No puede mirarme a la cara y no se lo reprocho. Le entiendo porque todo esto es culpa mía.

Luego está Micaela quien se aferra a su vientre, tratando de mantenerse firme a pesar del dolor por la muerte de mi madre y, además, por la marcha de su amiga. Sí, Camila no ha venido. Ni siquiera está en la ciudad. Dejó una nota antes de irse, una despedida amarga y escueta que me estruja el corazón cada vez que la leo porque cada palabra es más dura que la anterior. Ella tiene razón: he arriesgado mi vida sin pensar en ella, sin recordar que, después de todo lo que vivimos, también yo era su refugio. No puedo reprocharle nada, sé que su partida es el último castigo que debo afrontar.

Micaela se traga las lágrimas y siento su mirada clavada en el suelo, cuando el sacerdote esparce agua bendita sobre el féretro de mi madre. Ella está destrozada. La veo temblar cuando baja la cabeza, cargar con la marcha de Camila y enfrentarse a esta pérdida es demasiado.

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