Capítulo 113 parte A

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Horas antes en Bob's Saloon...

En una arrinconada mesa del mencionado bar, un hombre de ojos claros, —no habiendo sido percibido por alguno—, observaba por debajo del ala de su tejana el enfrentamiento entre Terry y Albert.

Posteriormente, el mirón agachó la cabeza e hizo negación con ella ante el deprimente espectáculo. Al levantarla, pudo darse cuenta que aquel par abandonaba el local.

En lo que los dos amigos se dirigían al parque, el hombre este terminó su copa, se puso de pie, acomodó su tejana, tomó su fusta y se acercó a la barra para pagar su trago.

— ¿Listo, muchacho? — preguntó el barman.

— Sí, Jack — se contestó queriendo enseguida saber: — ¿Te cubrieron la cuenta esos dos?

— Sí, el rubio lo hizo.

— Bien; entonces, hasta la próxima.

— Claro, hijo, ¡cuídate! — se le deseó al cliente; más, casi a su llegada a la puerta se escuchaba: — ¡Oye, Cisco!

El nombrado volteó para prestar atención:

— Dile al cascarrabias de Luis, que lo estoy esperando para la revancha de Póker.

— Por supuesto, Jack, yo le doy tu recado.

Esa hubo sido la contestación de un hombre de 24 años de edad, cabellos cortos negros un poco ondulados; tez bronceada, 1.95 de altura, cuerpo atlético, y facciones bellamente perfectas. No obstante, sus ojos de color gris le daban un toque de misterio, ¡y qué decir! de esa barba en candado que lo caracterizaba, así como sus trajes de gamuza y piel.

Reconocido e identificado como Cisco, él, —después de haber salido del lugar y comenzado a caminar sobre la acera—, detuvo sus pasos en seco para girar su cuerpo y dirigir su mirada —como buscando algo— en dirección hacia al parque.

Sin poder explicarse el por qué, el recuerdo de la patética escena en el bar, y mayormente el estado deplorable de aquel joven castaño, hubo puesto a Cisco demasiado pensativo, siendo el sonido de un claxon el que lo hiciera volver de su cavilación, suspirar profundamente y retomar su camino hacia la esquina.

Ahí, estaba estacionada su carreta, la cual era jalada por un hermoso caballo pinto en negro y blanco.

Éste ya tenía a su alrededor varios espectadores.

A ellos iría un sonriente hombre, también sacando de su chaqueta un terrón de azúcar que colocarían en el hocico del animal.

Cerca del équido, el hombre, mientras acariciaba la bien cuidada crin, decía:

— Ya volví, campeón. Aunque dudo me hayas extrañado.

Cisco miró a los chiquillos de todas las edades, los cuales estaban fascinados con el cuadrúpedo. En eso, un pequeño rubio preguntaba:

— ¿Es suyo, señor?

— Claro.

— ¿Y cómo se llama? — quiso saber otro.

— Responde por Keme.

— ¡¿Keme?! — repitieron los dos pequeños mirándose uno al otro.

— Así es; en algonquino quiere decir AMIGO.

— ¡AAH! — expresaron en coro el grupo de chiquillos que ya rodeaban al animal y le intentaban acariciar al verlo tan amigable con su amo.

— ¿Es un pura sangre? — cuestionó una nena con hoyuelos en las mejillas, y a la que se le respondía lo siguiente:

— No, pequeña. Es un pinto: un caballo salvaje.

Con lo compartido, otro ¡AAH! se volvió a escuchar de los infantes.

— Me imagino que saben qué es un caballo salvaje, ¿cierto? — preguntó Cisco.

Un pequeño de simpáticas pecas y cabellos rojizos contestaría a eso:

— "Un caballo de nativos Pieles Rojas". Un animal verdaderamente salvaje que luego lo usaron para cruzarlos con caballos españoles.


— ¡Muy bien!

Cisco exclamó satisfecho de la respuesta, y alborotó la cabellera del listo chiquillo que ya estaba parado a su lado y que encantado acariciaba al animal.

— ¿Y cuánto quiere por él? — se oyó de repente la voz ronca de un hacendado, y por demás ricachón.

El vaquero, al escucharlo, buscó inmediatamente un rostro, al que no le daría la mayor importancia después de ubicarlo; y se volvió hacia el caballo para ajustar las riendas y así contestar:

— No está en venta, caballero.

— Le doy el doble de lo que pagó — insistió el hacendado abriéndose paso entre los pequeños y el cuchicheo de otros más presentes.

— Entonces, le será imposible cubrirlo — contestó el moreno sin dejar de lado lo que hacía.

— ¡¿Por qué?! — quiso saber el hombre con severa molestia. — ¡¿Acaso piensa que no tengo lo suficiente?!

— Yo no dije eso, caballero, no me malinterprete. Simplemente, que nada paga lo que yo hice por este animal.

— El dinero lo paga todo, y yo le ofrezco 50,000 dólares.

El monto descabellado causó que Cisco riera por lo bajo.

— Caballero, con ese dinero, podría comprarse algo mucho mejor; sin embargo, le vuelvo a repetir...

Él dejaría su actividad para mirar al hacendado directamente a los ojos y recalcarle:

— Este animal no está en venta; así que, no pierda más su tiempo.

Sin decirse más, el vaquero se montó sobre su carreta para alejarse de aquel lugar seguido por la algarabía de los niños.

AMOR PERDIDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora