El Amor Perdido de Richard parte E

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Cuando el Capitán supo la noticia, me sorprendió su feliz acción. Salió corriendo de la habitación para dirigirse a su cuarto de armas, sacó una potente de gran calibre y seguidamente se dirigió al jardín e hizo varias detonaciones al aire para celebrar su júbilo de ser abuelo. Yo le miraba desde el ventanal de nuestra habitación mientras mi esposa reía ante la ocurrencia del viejo cubriéndose los oídos por el estruendo.

De pronto, mis ojos se perdieron tras el cristal de la ventana. Y desde el reflejo podía ver a mi esposa que se acomodaba para dormir. Mis pensamientos me traicionaron:

— Está feliz y yo le amo tanto, que no sé por qué tengo inquietud y miedo. No me perdonaría si algo malo llegara a pasarle.

Mi cavilación fue interrumpida por el llamado de mi amada mujer. Respiré profundamente y me acerqué a ella, para acompañarle en su sueño, le besé la frente y ella se acurrucó a mi lado.

Los meses pasaron; y María Dolores estaba en su sexto mes de embarazo; se le veía radiante y fuerte; las dudas que tuve al principio se disiparon conforme la veía desarrollar ese vientre donde estaba mi hijo y todos esos cuidados y atenciones se los debía a la Nana Paca, que más de una vez me sorprendió cuando yo miraba pensativo el abultado vientre de mi esposa.

— No se preocupe, señor Richard, tanto ella como el bebé estarán bien.

Me dijo una vez la tierna mujer, reconfortándome desde esa vez.

Yo ya había culminado mis estudios y estaba asistiendo a la Corte Real para poner en práctica mis conocimientos.

En una tarde que regresaba de Palacio, Luis me sorprendió en la puerta:

— Señor, tiene usted telegrama de Londres.

— Gracias, Luis, y... ¿la señora?

— En el jardín, señor.

Tomé la misiva; y mientras la leía, dirigí mis pasos hacia el lugar donde se encontraba mi esposa; sus facciones habían cambiado un poco pero se le veía más hermosa. Me vio llegar; me acerqué a ella y le besé en la frente y en su vientre. Me estaba sentando cuando:

— ¿Pasa algo malo, Richard?

¡Caramba! esa mujer me conocía perfectamente, sabía cada uno de mis gestos y los interpretaba muy bien.

— A ti no puedo engañarte, ¿verdad?

— Sabes que te conozco. ¿Malas noticias?

— No lo sé. Luis me acaba de entregar esta carta que viene de Londres. Es de mi padre y me pide que vaya a verlo.

— ¡¿Cómo?!

Mi esposa se alarmó ante tal petición. Y yo sabía por qué le preocupaba, porque un viaje hacia Londres era muy tardado y ella en fechas de alumbramiento.

— No te preocupes, linda. Veré que puedo hacer.

— No, no, Richard, perdóname tú a mí. Es sólo que... sí sabes que yo no podré acompañarte, ¿verdad? Que me encantaría poder ir a ver a tu padre e inclusive que nuestro bebé naciera allá, pero...

— Tranquila, hermosa. No tienes por qué preocuparte, yo te entiendo, el viaje es demasiado largo y pesado, y podría hacerle daño al bebé.

— Lo siento.

Me acerqué a ella para abrazarla y hacerla sentir bien.

— No, no pasa nada. Tendré que pensar muy bien qué hacer. Lo primero será informarme cuál es su urgencia; le enviaré un telegrama. Él también sabe que tú estás delicada.

Y como fue, la siguiente semana recibí telegrama urgente de mi padre, diciéndome que se encontraba extremadamente enfermo que era necesaria mi presencia, así que, lo consulté con mi esposa y el Capitán quien me aconsejó:

— No te preocupes, Richard, yo entiendo perfectamente tu situación. Tú ve tranquilo a tu padre; yo me haré cargo de María Dolores y tal vez cuando regreses ya tengas a tu hijo en brazos.

— Muchas gracias, Capitán. Procuraré estar de regreso lo más pronto posible.

— No, cariño. No tomes todo a la ligera. Tu padre ahora es primero. Nosotros estaremos aquí esperándote.

Me dolía tremendamente tener que separarme de aquella mujer. La abracé fuertemente, quería llevarla conmigo; no sé por qué, pero no quería separarme de ella.

No obstante, también mi padre me solicitaba con urgencia. Así que, haciéndome dueño de la situación, marché a Londres una tarde de enero de 1893, no volviendo más a aquel país.

Llegué a Inglaterra después de quince días de viaje, el frío de aquel invierno calaba los huesos, llegué a la Mansión Granchester por la tarde. Recibieron mi equipaje y pedí indicaciones sobre la salud de mi padre.

El mayordomo me informó que llevaba ya casi un mes en ese estado y que los doctores no se explicaban la razón de su enfermedad. Me deshice de mi atuendo: sombrero, guantes, abrigo y bufanda, y me dirigí a sus aposentos.

Me anuncié, no esperé respuesta y me adentré a la habitación, había una enfermera que dormitaba al lado de la cama. Le quité el libro de sus manos y eso hizo que soltara un grito de espanto.

— Veo que también descansa — le dije en un tono molesto.

— Señor, discúlpeme usted, es que anoche el Duque pasó por una fuerte crisis que nos mantuvo de pie por altas horas de la noche.

— ¿Y es usted la única enfermera al cuidado de mi padre? — pregunté seriamente viéndolo tendido sobre su enorme cama.

— No, señor.

— Bueno, entonces, váyase a dormir y que manden al repuesto; yo me quedaré al tanto mientras llega su sustituto — había dicho con voz de mando.

Y conforme la mujer abandonaba la habitación yo checaba los síntomas vitales de mi padre. Se le sentía el pulso débil y un poco de fiebre. Me senté a la orilla de la cama y quedamente le hablé:

— Ya estoy aquí, Duque.

El viejo parpadeó, haciendo un gran esfuerzo por abrir los ojos. Yo le sugerí que siguiera descansando ya tendríamos tiempo para hablar.

La enfermera sustituta llegó una hora más tarde. Me informó sobre el estado de salud de mi padre y los medicamentos que se le aplicaban. Nadie sabía explicarme a grandes rasgos qué enfermedad presentaba. Y en lo que el Duque permanecía convaleciente yo me hice cargo de sus asuntos legales. 

AMOR PERDIDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora