Capítulo 120 parte H

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Arribado al lugar mencionado, es decir, al Hotel Plaza, Cisco solicitó de Terry que tratara de caminar para no llamar tanto la atención.

Obedeciendo, con paso lento, los dos llegaron hasta el elevador que por suerte estaba solo.

Ya estando adentro, el actor soltó su quejido tratando el moreno de darle ánimos y que aguantara sólo un poco.

En eso, el timbre del elevador anunció que ya habían llegado; y el español se cercioró de que el pasillo estuviera libre para cargarlo hasta la habitación.

Al llegar a la puerta, buscó la llave entre su pantalón. Cuando la localizó, abrió; sin embargo estaba cerrando...

— ¡Por Dios, hijos, ¿qué ha pasado?! — se escuchó la voz alarmante de Luis.

— Abre la puerta de mi recámara — se ordenó al hombre mayor el cual ya iba por delante.

Una vez adentro, Cisco depositó al actor en la cama y le pidió a Luis revisarlo.

El fiel sirviente obedeció y comenzó a desabotonar la camisa de Terry.

Aparentemente, no se le notaba nada; pero en el momento de palpar sobre las costillas, el actor soltó un grito que le indicó a Luis, donde estaba el problema.

— ¿Qué pasó, Francisco? — preguntó el hombre mayor.

Éste, viendo a su hermano quejarse sobre la cama y la seriedad en la voz de Luis, se frotó la cara porque su ceño comenzaba a marcarse y le contó lo sucedido.

— ¿Y están seguros que eran ellos? — volvió a preguntar Luis.

— Yo no lo alcancé a ver, sólo a los dos hombres que detuvieron a Terry — informó el hermano mayor con un poco de coraje mientras se sentaba en un sillón quedando de frente a la cama.

— Sí... eran... ellos — confirmó el castaño.

Y en lo que Luis atendía al herido... a unos kilómetros de ahí...

— ¡Son un par de imbéciles! ¿Dónde carajos se metieron? ¡Por poco y ese mocoso me alcanza! — pataleaba el hombrecillo conforme deshacía su corbatín.

— Pero no fue así, lo atajamos a tiempo — contestó despreocupado el hombre que ocupaba el asiento copiloto, y que mientras miraba al jefe, mascaba goma.

El hombrecillo desde el asiento de atrás, le arrojó su prenda con furia y le dedicó otra mala palabra.

En cambio, el que manejaba hablaría mirando a su jefe por el retrovisor:

— ¿Y ahora qué haremos?

El maleante respiró y resopló molesto; luego, se dejó caer sobre el respaldo del asiento; y mirando por la ventana decía:

— Dirígete a la ciudad. Tenemos que hablar con Legan.

— A la orden, jefe.

Y de un movimiento brusco, el conductor hizo girar el auto para regresar al punto señalado.

AMOR PERDIDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora