Capítulo 115 parte G

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Con el ofrecimiento, el moreno asintió; y a la par del rubio, caminaron hacia el bar.

Conforme Albert servía las copas, Cisco no despegaba su vista de aquel hombre al que diría:

— Ha sido un milagro que Terry apareciera, ¿no lo cree?

— Sí — se contestó con confianza.

De pronto, Albert reaccionó, frunció el ceño y miró a su interlocutor para preguntarle:

— ¿Cómo dijo?

— Terry... Terry Granchester.

Astutamente, Cisco acercó el periódico que estaba sobre la barra.

— ¡Oh sí! — el rubio se relajó comentando: — por un momento pensé que lo conocía, porque mi amigo es tan especial que

Albert guardó silencio para entregar la copa, sonreír los dos al recibirla y chocarlas al momento de brindar; más, cuando estaban a punto de beber, se oía:

— Pues digamos que sí le conozco.

Solamente Cisco ingirió su licor ante un extrañado Albert que serio cuestionaba:

— ¡¿Usted conoce a Terry?! — y nuevamente el rubio frunció el ceño al ver una sonrisa altanera en el rostro del español que afirmaba:

— Así es.

Pero el patriarca Andrew se confundiría mayúsculamente ante una mirada y palabras retadoras:

— Aunque quisiera preguntarle... ¿es usted verdaderamente amigo de Terry Granchester?

— ¡Por supuesto que lo soy!

Sin vacilación, Albert hubo respondido de inmediato, y con indignación, inquiría:

— ¡¿Por qué la pregunta?!

De ninguna manera le ocultaron la respuesta:

— Porque unos meses atrás en una visita a Chicago presencié la patética pelea entre dos "amigos" en un bar —, Cisco lo miró, — y cuando iba de regreso a casa me topé con otra escena de lo más desagradable; aunque, ésta vez sólo se trataba de un castaño, el mismo de la cantina, y que estaba a punto de ser ANIQUILADO por otros dos, bueno tres, quienes recibieron la orden de un tal... Albert.

El rubio se quedó estático, palideció de pronto, se alcanzó a apoyar con sus manos en la barra y agachó la cabeza para seguir escuchando de su visita:

— Lo llevé conmigo para atenderle de: un fuerte golpe en la cabeza; costillas quebradas y dos heridas de bala, una de ellas, se le incrustó en el riñón; afortunadamente, pudimos sacarla; pero casi se nos va por la pérdida de sangre y por días estuvo delirando a causa de las fuertes fiebres.

Cisco terminó en breve su relato, y después de minutos de silencio, Albert se aclaró la garganta para inquirir lo obvio:

— Y usted piensa que yo lo hice, ¿cierto?

El moreno no negó.

— Usted fue la última persona que él vio. Además, yo los vi salir juntos

Ignorando la acusación, Albert re-cuestionaría con cierta intranquilidad:

— ¿Terry duda de mí?

— Al principio no.

— ¡Demonios! — Albert espetó al mismo tiempo de golpear la barra, luego se talló la cara y se meció su bien cuidada cabellera rubia.

Consiguientemente y con firmeza William diría:

— Señor Ximénez, no sé si me crea, pero yo soy incapaz de dar semejante orden y mucho menos para atentar contra la vida de mi mejor amigo. Yo conocí a Terry, casi en la misma situación...

— ¡No en la misma situación! — el español hubo interrumpido empleando detonante autoridad. — ¡Aquí hay alguien, que usando su nombre —, lo apuntó, — pagó para matarlo! ¡No fue una simple pelea callejera!

— Y, ¿qué piensa hacer al respecto?

Albert quiso saber no dejándose amedrentar y mirándole también retador.

— Seguiré buscando por mi cuenta; y le aseguro, amigo, que él que hizo esto... ¡la pagará caro!

Andrew se quedó callado por un momento analizando el rostro endurecido de aquel hombre, más no respondió ante la amenaza; al contrario, estuvo de acuerdo con él al asentir con la cabeza.

— Bueno, señor Andrew, será mejor que me retire.

El moreno, que había estado sentado, se levantó y se abrochó su saco.

— Y aunque lo dude, fue un placer haberle conocido; y lamento mucho el mal rato que le hice pasar.

— No pierda cuidado, al contrario, le agradezco por la información, por lo menos ahora estoy prevenido, porque conociendo a Terry...

— Él no hará nada porque está confundido —, Cisco lo tranquilizaría: — yo me encargaré de explicarle; sólo sí le pido su completa discreción en esto, ¿de acuerdo?

— Por supuesto.

En eso y de nuevo George apareció en la puerta con los documentos y los entregó al moreno.

Éste, después de un fuerte apretón de manos, abandonó la oficina.

Y en lo que arriba, Albert se quedaba en total desconcierto, abajo, al intentar cruzar la puerta del edificio, un pequeño cuerpo se estrelló contra el español, cayendo alguien aparatosamente al piso y lanzando un grito de dolor; sin embargo...

— ¡¿Qué le pasa, señorita?! ¡¿Acaso no ve por dónde camina?!

El moreno hubo dicho con prepotencia, pero al mismo tiempo, con gentileza, extendía su mano para ayudar a la joven rubia que yacía en el suelo y que sorprendida exclamaba:

— ¡¿Usted?! —, al recordar los bellos ojos del hombre aquel que burlón la arremedaba:

— ¡¿Usted?! —, al reconocer a la rubia pecosa de la clínica.

AMOR PERDIDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora