La primera semana en Inglaterra transcurrió lenta y sin ningún avance en la salud de mi padre.
En esa misma semana ya había escrito infinidad de cartas, tanto para mi esposa como para los negocios del Duque por la falta de atención.
Muchos comprendieron la situación grave, otros no tanto, ya que eran miles de libras las que había en juego.
Yo recibía a tiempo las cartas de mi amada esposa. La extrañaba mucho y la necesitaba conmigo.
Las semanas completaron el mes; y luego dos, y el Duque seguía igual, y algunas veces se complicaba más la situación ya que sufría demasiado con las altas temperaturas.
En cuestión de sus asuntos, procuraba estar al día con ellos. Muchos de sus abogados me auxiliaron en cosas que no llegaba a comprender muy bien y cuando había malos entendidos.
Mi padre era un hombre totalmente reconocido, experto en su ramo. En la Junta de Lores, era el líder, pero yo no sabía lo suficiente.
— Mi esposa ya andará en los ocho meses de embarazo; pronto nuestro hijo nacerá y yo, en esta situación que es, en verdad, frustrante, que no sé qué hacer — me decía, cada vez que marcaba los días en el calendario.
Pero una mañana, fui a ver a mi padre y me sorprendió mucho su recuperación. Ya estaba caminando y se le veía más sonriente.
— Pasa, hijo. Al fin tengo oportunidad de hablar contigo. Me han dicho los abogados que has tenido un progreso impresionante. Si sigues así, dentro de poco podré heredarte en vida el título para que tomes mi lugar en los Lores; yo ya estoy demasiado viejo y además enfermo.
— No digas eso, padre, te levantarás de ésta como siempre lo has hecho. Eres muy fuerte — lo ayudé a llevarlo hasta un elegante sillón que estaba cerca de la ventana que daba al jardín.
— Ha llegado la primavera, hijo, y tu hijo está pronto a nacer. Si esta semana sigo así, es que he vencido a la enfermedad y podrás marcharte a casa. Lo que lamento es que no podré ir a visitarlo para cuando nazca.
— No hay prisa, si tú no vas, yo te lo traeré.
No niego que sentí una inmensa alegría al oírle decir que podría ir a casa.
La semana transcurrió rápida, estaba en la oficina de Londres detallando unos últimos retoques a un contrato con un abogado cuando recibí un telegrama urgente de España.
El corazón me dio un vuelco, no supe entenderlo si de alegría o miedo. Dejé la remisa sobre el escritorio y sólo me dediqué a mirarlo. El abogado que me acompañaba me miró preocupado.
— ¿Pasa algo, señor Granchester?
— No, abogado. ¿Le parece si terminamos esto mañana? Necesito ir a casa.
— Claro que sí. De hecho, ya no le veo necesidad de corregir el documento, a mi punto de vista, está perfecto.
— Bien. Entonces, me retiro, con su permiso.
Tomé el sobre, mi sombrero y me dirigí hacia el auto. El chofer manejaba, así que, tenía el tiempo para leer mi carta.
Lo que leí a continuación, me dejó más frío que un iceberg. Por ende, le ordené al chofer detener el auto de inmediato y salí corriendo como desesperado.
Tanto el chofer como la gente que pasaba ahí, me miraban extrañados. Nadie podía detener mi tempestiva carrera y nada podía curar el dolor que mi corazón sintió esa tarde.
En aquel momento, quería correr tan veloz cual guepardo; tener alas y volar tan rápido hasta llegar a España. Pero era imposible, muy imposible.
De pronto, detuve mi loca carrera, porque no había ninguna salida y sintiéndome más frustrado que nunca, me dejé caer derrotado sobre mis rodillas y sobre aquel pasto fresco de Londres; apretujé con fuerza el sobre que llevaba en una de mis manos contra mi pecho y volviendo mis ojos hacia aquel insignificante papel comencé a gritar desgarradoramente dolido al recordar las palabras ahí escritas.
Sí, quería que con mis gritos se desapareciera mi dolor, mi pena y mi impotencia.
Cómo era posible que aquel simple trozo de papel me diera la más terrible de las noticias.
De pronto, así como estaba, sentí sobre mi hombro una mano fuerte que me tocaba, era el chofer que corrió detrás de mí al ver mi desesperación.
Sin embargo, Henry no dijo nada, sólo me ofreció su silencio y su apretón sincero demostrándome su apoyo.
Eso se lo agradecí mucho y como cual niño, comencé a llorar llevándome las manos al rostro y dejando escapar mis sollozos de dolor.
El chofer se sentó a mi lado y cuando lo sentí cerca, le extendí el sobre con las malas noticias. "La mujer que más amaba en esta vida había muerto dando a luz un varón".
No completó el período de gestación haciéndose complicado el alumbramiento y provocando una hemorragia que no pudieron detener.
Imposible salvarle.
Esas fueron las palabras que decía aquel mísero papel. No pudieron salvarla a ella, a mi esposa, a mi amada, pero si a él. Sí a nuestro hijo.
El duque caminaba en un ir y venir por alrededor de aquella sala como si estuviera reviviendo lo pasado. Luego, se detuvo y se dejó caer sobre el enorme sillón derramando nuevamente sus lágrimas.
Terry, sosteniendo fuertemente la mano de su madre que lloraba, la veía sin lograr comprender si su llanto era por sentirse reemplazada o... porque de verdad sufría con el dolor de su padre.
Seguidamente, el castaño volvió sus ojos color índigo sobre Cisco que sentado, tenía apoyados sus brazos sobre sus piernas viendo hacia la alfombra con la mirada pérdida.
Su corazón sintió la ansiosa necesidad de ir hacia alguno de esos dos hombres, pero no supo a quién ir primero: si a su padre, el cual lloraba por un Amor Perdido, o a Cisco, su hermano.
No obstante, Terry estaba tomando ya una decisión, cuando escuchaba nuevamente a su padre...
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AMOR PERDIDO
FanficCandy nunca soñó que Terry estaba allí observándola y que luego se fue de Chicago cargado de penas y sin volver la espalda. ********* Primera historia escrita el 8 de Octubre de 2009. Primera historia compartida a mi audiencia del fandom de Candy Ca...