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FEBRERO

2019

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MAIA

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La incansable lluvia caía sobre mí con tanta fuerza que temía que fuera a romper el paraguas. El frío calaba mis huesos y de mi boca salía un vaho casi tan blanco y denso como el humo de un cigarrillo.

No podía dejar de llorar.

Las lágrimas me nublaban la vista, pero aquello no me importaba. Tampoco tenía nada a lo que mirar. Nada a lo que aferrarme. Nada a lo que regresar.

Lo había perdido todo. Mi trabajo, mi casa...

Mis padres...

Porque todo había empezado con ellos. Con su muerte. El día en el que ellos me dejaron, todo cambió. Yo nunca volví a ser la misma, y los últimos cinco años habían estado marcados por esa tragedia. Un lejano veinte de abril que siempre quedaría grabado en mi memoria, en mi piel, en mi subconsciente. En todo mi ser.

Un día que jamás podría olvidar.

Y allí, en aquella solitaria calle de Londres, con la lluvia golpeando mi paraguas, con el frío haciéndome temblar y las mejillas mojadas, recordé a mis padres. Recordé el sufrimiento, el dolor, los meses de duelo, la primera sonrisa que conseguí esbozar tras su marcha...

Lo recordé todo, y al mismo tiempo, no recordé nada.

Mi mente divagaba sin rumbo, incapaz de concentrarse en nada, incapaz de darme un respiro. Intentando encontrar el momento exacto en el que todo había cambiado.

El accidente de coche. La oferta de trabajo. La mudanza. Mis compañeras de piso. Un malentendido. Toda mi ropa en una maleta...

Y yo. Llorando. Bajo la lluvia.

Sola.

Sin mis padres. Sin mi hermano. Sin un sitio donde quedarme. Sin dinero.

Sin nada.

Me recorrió un escalofrió cuando un relámpago iluminó el cielo. No llovía cuando salí de casa, pero, al parecer, el destino aún no había tenido suficiente; aún quería reírse un poco más de mí.

Cerré los ojos e intenté tranquilizarme.

Necesitaba una solución. Cualquier cosa... Pero no podía pensar en nada. Tenía algunas libras ahorradas, quizá las suficientes para pasar la noche en un hotel barato, pero no parecía haber ninguno cerca de allí. Ninguna parada de autobús, ningún taxi a la vista, ninguna boca de metro... Ni siquiera se veía a un alma por la acera. No había nadie a mi alrededor. Tan solo...

Tan solo un coche aparcado justo enfrente de mí.

No sé qué pensé. No sé qué narices se me pasó por la cabeza para intentar llevar a cabo semejante tontería, pero lo hice.

Eché un vistazo para comprobar que estaba sola. Con las manos aún temblando, solté el asa de la maleta y me alejé de ella. Uno, dos, tres pasos. Suficientes. Cogí aire con fuerza y lo solté despacio. Un golpe de suerte sería suficiente... Nada más. Solo eso...

Pero el coche estaba cerrado.

Evidentemente.

¿De verdad esperaba que estuviera abierto? ¿Que su dueño hubiera sido tan tonto como para olvidarse las llaves dentro?

Me sentí estúpida. Muy estúpida.

Y la tristeza que sentía antes fue reemplazada por otra emoción.

La ira.

Me enfadé. Conmigo misma y con el mundo. Con el coche que tenía delante. Con mis padres. Con mi hermano. Con mi jefa. Con mis compañeras de piso.

Me enfadé con todo y con todos...

Y le pegué una patada a los bajos de aquel vehículo.

No sirvió de nada. Seguía cabreada. Y aunque el coche no tuviera la culpa de todas mis desgracias... Yo tampoco la tenía. Y era incapaz de pensar con coherencia, mucho menos actuar... Así que, sujetando el paraguas entre mi codo y mi costado, utilicé ambas manos para zarandear el vehículo.

Por supuesto, no conseguí que se moviera. Ni un milímetro. Y aquello solo hizo que la rabia fuera en aumento. Volví a levantar la bota. Golpeé y golpeé con todas mis fuerzas. Una, dos, tres veces. Nada. El coche seguía intacto.

Hasta que, furiosa, apoyé mi cuerpo en una de las puertas laterales.

Y empezó a sonar la alarma.

Me tensé al momento y me separé de un salto. Mis pulsaciones se aceleraron y se me secó la garganta al ver que, efectivamente, había hecho saltar la alarma antirrobo.

Con el corazón en un puño, me moví lentamente de espaldas, incapaz de apartar la vista del coche. Aquello no podía estar ocurriéndome... ¿Acaso la vida no podía darme una tregua?

No. Esa noche, no.

Porque entonces, de la nada, apareció él.

Y escuché su voz por primera vez:

—¿Intentas robarme el coche?

Aquella noche, la misma en la que perdí mi trabajo, la misma en la que me marché de la que había sido mi casa, la misma en la que me di cuenta de lo perdida que estaba, irónicamente, me encontré con Liam.

Y mi vida cambió para siempre.

Alas para volar ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora