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MAIA

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Una semana. Ese era el tiempo que llevaba viviendo con Liam. Siete días y siete noches que habían transcurrido... sorprendentemente tranquilas.

Volvía a ser miércoles y, a diferencia del anterior, salir de mi nuevo cuarto no me suponía un esfuerzo terrible. Ya empezaba a conocer las costumbres más básicas de Liam, y sabía que siempre se duchaba por las mañanas. Lo sabía y me parecía bien, por lo que yo iba después. Esperaba en la cama a que el agua dejase de sonar, la puerta se abriera y él entrase en su habitación para salir yo de la mía.

Pasaba bastante tiempo bajo el grifo, disfrutando del calor y del olor a champú y gel que Liam había dejado. Me enjabonaba con calma y repasaba mentalmente lo que tocaba hacer ese día. Llevaba toda la semana haciéndolo, y se había convertido en un hábito que me agradaba. Pensaba en todo lo que me había ocurrido hasta el momento, lo bueno y lo no tan bueno, en parte para recordar lo malo y prohibirme que no me dejase alegrarme por lo que de verdad merecía la pena.

Cuando salía de la ducha, el espejo estaba empañado. Algo tan insignificante y natural como aquello (al parecer a Liam también le gustaba que el agua estuviera muy caliente) me hacía sonreír, aunque solo fuera un poco. Y encontrarme con mi sonrisa cuando lo desempañaba con la mano me obligaba a empezar el día de esa forma. Feliz.

Me vestía en el baño y dejaba la toalla en el perchero, al lado de la suya, justo encima del radiador. También había aprendido durante esa semana que Liam no solía poner la calefacción, salvo los días de pleno invierno en los que no le quedaba otra opción. Por supuesto, no quise preguntarle nada acerca de la primera noche que pasé allí, pero él sí me comentó que podía ponerla cuando lo necesitase. Así pues, esa mañana la encendí nada más salir del baño para que las toallas se secaran más rápido; había amanecido un día realmente frío.

Una vez fuera, me encontré con Liam en la cocina.

—Buenos días.

Estaba de espaldas a mí, pero se giró al oírme y me saludó sonriendo.

—Buenos días. —Estaba masticando su desayuno, por lo que tragó y se aclaró la voz antes de añadir—: He hecho huevos revueltos para parar un tren, ¿quieres?

Asentí con una sonrisa.

Habíamos hecho la compra la tarde anterior, y aunque fui yo la que pagó, Liam quiso venir conmigo. Al fin y al cabo, los dos íbamos a subsistir con eso, era lógico que él también quisiera opinar. Me gasté menos de lo que esperaba, sobre todo porque él solía frecuentar un supermercado mucho más barato que el que conocía yo, pero, aun así, compramos casi de todo: alimentos básicos, como huevos, leche, pan, legumbres y pasta, y también algo de carne, pescado, frutas y verdura para pasar la semana. Liam comía de todo, y aunque los días laborales tuviera que hacerlo en el curro, disfrutaba de las cenas como un crío. O al menos eso es lo que aprendí durante aquella primera semana.

Otra cosa que aprendí fue que mi nuevo compañero de piso tenía muchos libros. De hecho, las dos estanterías que había en el salón estaban repletas de ellos. Me había dicho que también tenía unos cuantos en la habitación, pero la gran mayoría estaba allí, y aquello me encantó, porque podía echarles un ojo siempre que quisiera. Al menos, eso me había dicho él el domingo, después del último partido de la jornada:

—Aquí tengo de todo; desde los clásicos hasta algunos libros de segunda mano que acabo comprando siempre que paso por alguna tienda. Puedes coger el que quieras, de verdad, cuando te apetezca.

Alas para volar ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora