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MAIA

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No tenía ni idea de lo que estaba haciendo.

¿Había perdido la cabeza? Sí, definitivamente, me había vuelto loca. Lo de marcharme de casa sin pensarlo dos veces estaba muy por debajo del disparate que acababa de cometer.

Golpear un coche al azar, activar la alarma antirrobo... Podía pasar.

Pero aceptar que su dueño me llevara a vete tú a saber dónde... Era demasiado.

Y, sin embargo, no opuse resistencia. Supongo que la tristeza que me invadía en aquellos momentos era demasiada como para hacer algo al respecto. Simplemente, era incapaz de pensar en nada coherente, una razón por la cual debía rechazar esa oferta. Sabía que estaba mal, que era una insensatez, pero la situación me había desbordado por completo. Me sentía sola, débil, indefensa. Aunque la tesitura en la que me encontraba fuera surrealista, no podía negar que sonaba mejor que lo de pasar la noche en un portal.

Y aquel chico... Parecía inofensivo. A pesar de haber golpeado su coche, me había ofrecido su ayuda. No se había marchado, dejándome allí sola. Se había... preocupado por mí. Y esa fue sin duda la gota que colmó el vaso.

Literalmente.

Llorar delante de un desconocido no entraba en mis planes de aquella mañana, pero el daño estaba hecho. No pude evitarlo.

Aunque él, lejos de alejarse o pensar que se me había ido la cabeza, siguió insistiendo. Y mi corazón, si es que aún seguía entero, se encogió un poquito.

Una vez dentro del coche, volví a respirar. Recuerdo que olía bien, a una mezcla entre coco y pino que me resultó muy agradable. Tanto que me permití cerrar los ojos durante un segundo. Dos, tres, cuatro... Los abrí de golpe al darme cuenta de que habían pasado más de veinte.

Sentí un tirón en el estómago cuando él habló:

—Los pañuelos están en la guantera.

Tragué saliva y sorbí por la nariz. Ya no lloraba, pero debía de tener un aspecto espantoso; los ojos rojos e hinchados, las mejillas manchadas, la nariz pegajosa y los labios mojados. Claro que en esos momentos me daba igual la imagen que daba. Lo único que necesitaba era poder limpiarme un poco, más que nada porque me costaba respirar con normalidad y tenía la vista tan borrosa que todo a mi alrededor se veía difuminado.

Acepté su invitación y abrí la guantera con manos temblorosas. Una tenue luz se encendió en su interior y descubrí el paquete de pañuelos. Lo agarré como si fuera mi bote salvavidas y saqué uno; el primero, ya que necesité varios para poder arreglar un poco mis pintas.

—¿Mejor? —me preguntó cuando los guardé en su sitio. Asentí, aún sin mirarlo, y metí los que había usado en el bolsillo del abrigo.

El silencio volvió a envolvernos.

Si antes había estado asustada, entonces me encontraba muy nerviosa. ¿Qué demonios hacía? ¿Qué demonios debía decirle si no tenía ningún sitio a donde ir? La solución más obvia era que me acercase a algún hotel, pero ¿a cuál?

No conocía esa zona de la ciudad, había acabado allí como podía haber acabado en cualquier otra parte, y temía que no hubiera nada disponible.

La cabeza me daba vueltas, empezaba a encogerme en el asiento por culpa del miedo... Hasta que él disipó mis dudas:

—Creo que hay un B&B cerca de aquí.

Y sin poder evitarlo, me giré.

Aquella fue la primera vez que me fijé realmente en él. No podía haberlo visto bien en la calle, donde las farolas apenas iluminaban y mis lágrimas me impedían distinguir bien los detalles.

Alas para volar ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora