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LIAM

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Me desperté con un calor pegajoso en el cuerpo y las sábanas enroscadas a los pies de la cama.

Odiaba dormir con la calefacción puesta.

Giré hasta ponerme boca arriba y solté un suspiro. Comprobé en mi reloj de muñeca que apenas pasaban unos minutos de las siete y volví a darme la vuelta, aunque sabía que no iba a poder dormirme de nuevo.

Había tardado horas en conciliar el sueño, y dudaba que hubiera conseguido dormir más de tres horas seguidas. Pero, joder, la situación no podía ser más surrealista.

Con los ojos abiertos y la mirada perdida en el techo, me sorprendí pensando en Maia. La chica que tenía pegada al cabecero de mi cama. A la que le había ofrecido mi casa para pasar la noche. A la que había escuchado llorar al otro lado de la pared a pesar del incesante ruido de la tormenta.

La curiosidad aumentaba a cada segundo que pasaba, y no pude evitarlo. Empecé a preguntarme qué demonios la habría llevado a acabar pegando patadas a mi coche, empapándose por la lluvia. Qué narices le habría pasado para que su única opción viable, aparentemente, hubiera sido aceptar la ayuda de un desconocido...

Me pasé las manos por el rostro cuando la idea de qué haría a partir de entonces apareció en mi cabeza.

Lo que hiciera o no hiciera Maia no era de mi incumbencia, por mucho que le hubiese proporcionado un lugar donde dormir. Aquella mañana nuestros caminos se separarían y nunca volveríamos a vernos; era lo que tenía que pasar. Maia y yo nos habíamos topado en un momento jodidamente extraño, sí, pero también efímero. Y nada me unía a ella.

Claro que, a esas alturas, yo ya sabía que los planes del destino son inamovibles.

Porque, en apenas unas horas, nuestras vidas habrían cambiado para siempre.

Me levanté de la cama cuando el reloj de la mesilla marcó las ocho y media y la calle empezaba a despertarse. Descorrí las cortinas tratando de no hacer ruido y un cielo encapotado me recibió. Nos esperaba un día similar al anterior, pero así son los meses de invierno en Londres, por lo que ni siquiera me inmuté.

Cogí un pantalón de chándal, una camiseta y una sudadera del armario para ponerme después de la ducha y eché un vistazo a mi móvil antes de salir de la habitación.

Tenía un mensaje de Lily:

¿Puedo llamarte?

El hecho de que me lo hubiese mandado tan pronto hizo que me alertara, así que no dudé. Tiré la ropa sobre la cama y marqué su número. El corazón había empezado a latirme con fuerza y tenía un mal presagio...

Menudo ingenuo.

Contestó al tercer tono.

—¡Hola, hola!

Mi pulso se ralentizó al escuchar su voz, tan animada como siempre.

—Lily, me habías asustado.

—¿Qué? —Pude verla con el ceño fruncido. Sin embargo, rectificó al instante—. ¡Ay, no, perdona! No quería preocuparte... ¿Te pillo en mal momento?

Aquello me extrañó. Aunque no fuera por algo malo, eso estaba claro por su aparente buen ánimo, mi hermana quería hablar. Y, normalmente, solíamos hacerlo por la noche, antes de irnos a dormir. Sin duda, lo que fuese que necesitaba no podía esperar unas horas.

Y, joder, menos mal que no lo hizo...

—Tranquila, acababa de levantarme.

—¿Tan pronto? —me preguntó y yo evité a toda costa pensar en la mala noche que había pasado pero, sobre todo, en el motivo, que tenía nombre y apellido—. ¿Es que ahora también trabajas a la hora del desayuno?

Alas para volar ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora