XIX

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Mar

Otra vez era domingo. No entendía cómo un solo día de la semana podía ser, al mismo tiempo, el mejor y el peor de todos. Me desperté esa mañana sintiendo una paz extraña, un alivio pasajero al saber que no había prisa, que no había escuela ni trabajo que nos obligara a separarnos. La casa estaba tranquila, y el silencio resultaba reconfortante. Me encantaba preparar el desayuno mientras escuchaba a Mía reír en el salón, inventando historias con sus juguetes. Era un momento solo nuestro, un refugio de calma en medio del caos cotidiano.

Sin embargo, conforme avanzaban las horas, la sombra de lo inevitable empezaba a oscurecerlo todo. El nudo en el estómago aparecía, recordándome lo que estaba por venir. Sabía que no había forma de evitarlo, sabía que cuando el reloj marcara cierta hora, tendría que despedirme de Mía durante una semana entera. Una semana.

En ese instante, el domingo se convertía en el peor día. Porque, aunque lo intentaba, no podía sacudirme la tristeza de saber que la casa se quedaría vacía, que no escucharía la risa de Mía antes de dormir, que no habría abrazos ni besos de buenas noches. Me dolía. Me dolía cada vez que la veía recoger sus cosas, cada vez que la abrazaba y le decía que la quería, que la iba a echar de menos, aunque ella ya lo sabía. Me dolía porque, aunque sabía que estaba bien, que su padre la cuidaba, el vacío que dejaba su ausencia era inmenso.

Y así pasaba cada domingo. Un día que empezaba siendo tan dulce, tan perfecto, y que terminaba rompiéndome un poquito más el corazón.

Estaba en el salón, mirando por la ventana mientras los minutos pasaban lentamente. La luz suave de la tarde llenaba la habitación, pero no lograba calmarme. Mía llevaba demasiado tiempo sin salir de su habitación. Se suponía que debía estar preparando sus cosas, pero el silencio que envolvía la casa comenzaba a inquietarme.

Me levanté del sofá, sintiendo un nudo en el estómago, y me dirigí hacia su habitación. La puerta estaba entreabierta, y me detuve un segundo antes de entrar, intentando escuchar algún ruido que me indicara que estaba bien. Pero todo seguía en silencio.

Cuando empujé la puerta, la vi sentada en el borde de la cama, con las piernas colgando y moviéndose lentamente de un lado a otro. Tenía la mirada fija en el suelo y una expresión triste que me rompió el corazón al instante. Nunca la había visto así antes de irse con su padre.

Me arrodillé frente a ella, tratando de encontrar su mirada.

-Mía, cariño, ¿qué pasa?- le pregunté suavemente, intentando no sonar tan preocupada como me sentía.

Mía levantó los ojos hacia mí, y pude ver que estaban llenos de una tristeza que no había anticipado.

-Mami, nunca me gusta despedirme de ti-dijo en un susurro-pero ahora es peor porque no solo no te voy a ver a ti… tampoco voy a ver a Alexia.

Mi corazón se encogió al escucharla. Alexia y ella habían estado inseparables durante toda la semana. Antes de que pudiera decir algo, Mía continuó, su voz temblando ligeramente.

-¿Y si Alexia se olvida de mí mientras no estoy? ¿Y si ya no quiere ser mi amiga cuando vuelva?-Dijo con nervios.

La abracé, sintiendo cómo su pequeño cuerpo se tensaba contra el mío.

-Mía- susurré, acariciando su cabello, -Alexia no se va a olvidar de ti, eres su amiga, y eso no va a cambiar solo porque no te vea unos días. Las amigas de verdad no se olvidan unas de otras, pase lo que pase.

Mía no dijo nada por un momento, pero sentí que su respiración se hacía más pausada, más tranquila. Finalmente, levantó la cabeza y me miró a los ojos, asintiendo ligeramente. Le sonreí, y aunque sabía que no podía aliviar completamente su tristeza, esperaba haberle dado un poco de consuelo.

𝐔𝐍𝐓𝐈𝐋 𝐈 𝐅𝐎𝐔𝐍𝐃 𝐘𝐎𝐔-𝐀𝐥𝐞𝐱𝐢𝐚 𝐏𝐮𝐭𝐞𝐥𝐥𝐚𝐬 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora