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La primera vez que (Nombre) vio a Aki Hayakawa, él estaba encendiendo un cigarrillo con esa calma imperturbable que solo surge de enfrentarse a la muerte día tras día y elegir seguir adelante. La lluvia otoñal resbalaba por el callejón trasero de la sede de Seguridad Pública en Tokio, mientras los neones se reflejaban como manchas de sangre en los charcos. Ella acababa de rellenar un informe sobre un demonio que había intentado devorar la columna vertebral de su compañero, y se limpiaba la sangre de los nudillos cuando la llama del mechero de Aki captó su atención.
Él ni siquiera la miró de verdad. Solo sacudió la ceniza, exhaló una bocanada de humo y murmuró:
—Llegas tarde.
—Tráfico —mintió ella, aunque en realidad había pasado veinte minutos en el baño, frotándose el icor demoníaco de debajo de las uñas y preguntándose por qué sus manos aún temblaban.
Aki la miró de reojo por fin, con ojos azules y afilados como cuchillas.
—(Nombre), ¿verdad? De la Cuarta División. Dicen que puedes matar a un demonio con un simple clip.
—Dicen muchas cosas —replicó ella, guardándose el pañuelo ensangrentado en el bolsillo—. La mayoría son mentiras.
Él soltó una risa corta, casi un bufido, y dio otra calada profunda.
—Entonces eres humana. Bien. Los héroes mueren rápido.
Ella dio un paso adelante, inhalando el aroma a tabaco y lluvia mojada que lo envolvía.
—¿Y tú qué eres, Hayakawa? ¿Un mártir con adicción al humo?
Aki la miró de verdad entonces, no con curiosidad, sino evaluándola como a una posible amenaza.
—Soy alguien que ha pasado tres años sin perder a un solo compañero. Tú llevas dos meses aquí y ya has cambiado de pareja dos veces.
El silencio cayó como una guillotina. (Nombre) sintió el calor subirle a las mejillas, pero no apartó la mirada.
—Touché.
Él apagó el cigarrillo contra la pared y lo aplastó con la bota.
—Mañana a las cinco. Entrenamiento conjunto con la Tercera. No llegues tarde.