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La primera vez que (Nombre) vio a Sukuna con su propio cuerpo, la ciudad estaba llena de humo y luces de ambulancia. Había sangre en el asfalto, trozos de maldición pegados a las farolas y un olor espeso a cable quemado. Los hechiceros habían llegado tarde. O quizá no había hora buena para llegar a un sitio así.
(Nombre) estaba de rodillas junto a una furgoneta volcada, con un corte feo en el costado y las manos cubiertas de rojo. Se había quedado sin refuerzos y sin energía. La maldición que la había arrinconado era una cosa larga, de boca partida y ojos en los hombros, más rápida de lo que sus piernas podían resistir en ese momento. Se levantó igual, con la navaja de canalización en la mano derecha y el talismán pegado a la muñeca. Si se acercaba, pensaba morderle la lengua y arrancársela.
No hizo falta. Algo más grande cruzó el aire y partió a la maldición en tres, como si fuera fruta madura. Las piezas cayeron al suelo con un ruido blando. El humo se apartó y lo vio: tatuajes como líneas de guerra, ojos que parecían reírse aunque la boca estuviera tranquila, torres de humo detrás, ciudad detrás de las torres.
—No te mueras todavía —murmuró él, sin mirarla demasiado—. Aún no he decidido qué hacer contigo.
Ella apretó los dientes para no desvanecerse. El aire olía a sangre y asfalto caliente, y su cuerpo apenas le respondía. Aun así, sabía perfectamente quién era. Esa presencia no se confundía, un peso opresivo que le erizaba la piel y aceleraba el pulso.
—Ryomen Sukuna —dijo, con la voz más seca de lo que pretendía, cargada de un desafío que no podía ocultar.
Él arqueó una ceja y esbozó una media sonrisa, esa que parecía prometer caos.
—Por fin alguien que pronuncia bien. Levántate.
Intentó hacerlo, pero las piernas no le respondieron. Se tambaleó, y Sukuna la sujetó del codo con una facilidad irritante. No fue un gesto amable, pero tampoco la lastimó. La dejó de pie como si apenas pesara nada, y eso la enfadó más que el dolor, sintiendo el calor de su mano como una marca ardiente.
—Si vas a matarme, hazlo rápido —dijo, forzando la voz, con el corazón latiendo como un tambor de guerra.
—No tiene gracia cuando lo piden —replicó él, encogiéndose de hombros—. Además, todavía me eres útil.