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El sol se colaba por las ventanas de la agencia, bañando los pasillos en una luz cálida que contrastaba con el aire tenso del lugar. Denji, sentado en una silla desvencijada, tamborileaba los dedos sobre la mesa; el ritmo era nervioso, impaciente, un golpeteo que delataba que su cabeza estaba en otra parte. Su mente, como casi siempre, se le iba hacia Makima. Sus ojos, su voz, su aura... cada recuerdo se le apilaba en la garganta y le tensaba el pecho, como si un hilo invisible tirase de él desde lejos. Todo en ella lo tenía atrapado, con una fidelidad que no había elegido del todo, como un perro atado a una correa que no ve pero siente. En ese instante, la manecilla del reloj sonó seca, la puerta se abrió con un chirrido breve y entró ella.
(Nombre) era un torbellino de belleza. No solo por cómo se movía, sino por la forma en que ocupaba el espacio: con decisión tranquila, con una seguridad que hacía girar cabezas sin que tuviera que pedirlo. Su cabello negro caía en cascada sobre sus hombros, brillando como si atrapara la noche misma. Sus ojos azules, profundos y afilados, parecían perforar el alma de cualquiera que osara mirarla demasiado tiempo. Y su cuerpo... Dios, su cuerpo era una obra maestra: curvas perfectas, grandes senos que tensaban la tela de su camisa, y un trasero que hacía que Denji, sin querer, se mordiera el labio. No pudo evitar fijarse en ella. Intentó disimular, se obligó a parpadear, a mirar la pared, a contar tornillos en la pata de la mesa, pero sus ojos, traicioneros, regresaban al escote como si tuvieran memoria propia.
—Oye, novato, ¿vas a seguir mirándome como idiota o vas a presentarte? —dijo (Nombre), con una ceja arqueada y una sonrisa que era mitad burla, mitad desafío.
La voz le salió limpia, con ese tono que corta de raíz las dudas y que deja claro que ella marca el compás. No subió el volumen; no hizo falta. La ironía se le apoyó en la comisura de la boca, segura de sí misma, y el gesto de la ceja fue un pequeño latigazo elegante que puso la escena en su sitio.
Denji se atragantó con su propia saliva, sintiendo el calor subirle a las mejillas. El calor le subió a las mejillas de golpe, como si lo hubieran empujado frente a un foco. Se rascó la nuca con torpeza, un gesto aprendido para salir del paso, y notó el pelo húmedo pegársele a los dedos. La silla chirrió bajo su peso.
—¡Y-yo soy Denji! —balbuceó—. Eres... nueva, ¿no?
Las palabras se le atropellaron, se resbalaron, chocaron con el aire. Intentó recomponer la dignidad con una media sonrisa que no llegó a cuajar.