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El atardecer pintaba el cielo de la Academia Easton de un naranja suave, con nubes deshilachadas que parecían algodón de azúcar. (Nombre) estaba sentada en un banco del patio trasero, cerca de los campos de entrenamiento, con un libro abierto en las rodillas que no había tocado en los últimos diez minutos. El aire olía a hierba recién cortada y a algo indefinible, como la calma antes de que todo se complique. Llevaba el uniforme de la academia, pero con la chaqueta desabrochada y la camisa algo arrugada después de un día largo de clases y prácticas.
Mash apareció por el sendero, con ese paso suyo que era imposible no reconocer: firme, despreocupado, pero con una energía que hacía que todo el mundo se girara a mirarlo. Llevaba el uniforme también, aunque la camisa se le ajustaba un poco más de lo necesario, marcando los músculos que no se molestaba en ocultar. En la mano derecha llevaba una bolsa de papel marrón, de la que asomaba algo que olía sospechosamente a crema pastelera.
—¿Qué haces aquí sola? —preguntó, parándose frente a ella, con las manos en los bolsillos después de dejar la bolsa en el banco.
—Respirar —respondió (Nombre), cerrando el libro con un golpe seco—. ¿Y tú? ¿No deberías estar levantando pesas o rompiendo paredes?
Mash se encogió de hombros, con esa media sonrisa que siempre parecía decir más de lo que él dejaba caer.
—Ya he roto suficientes paredes por hoy. —Se sentó a su lado, lo bastante cerca como para que sus rodillas casi se rozaran, pero no tanto como para invadir su espacio. Era una distancia calculada, típica de él.
(Nombre) lo miró de reojo, notando cómo el sol le daba un brillo cálido al pelo azabache que le caía sobre la frente. Había algo en Mash que la descolocaba, no porque fuera el tipo más fuerte de la academia —que lo era—, sino por cómo podía ser tan directo y a la vez tan cuidadoso. Habían sido amigos desde que ella llegó a Easton, compartiendo entrenamientos, risas y alguna que otra bronca con los profesores. Pero últimamente, las cosas habían cambiado. Las miradas se alargaban, las bromas tenían un filo nuevo, y los silencios entre ellos eran... diferentes. Más pesados, más llenos.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó ella, señalando la bolsa con la barbilla.
—Creampuffs —respondió él, abriendo la bolsa y sacando uno. Era perfecto, redondo, con un glaseado que brillaba bajo la luz del atardecer—. He hecho demasiados. Toma.
