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La primera vez que vi a Kurapika, llevaba el uniforme negro de la familia Nostrade y un silencio que se pegaba a las paredes. Estábamos en el despacho de Dalzollene, el jefe de seguridad, y yo acababa de firmar el contrato. A esas alturas ya sabía que Neon Nostrade no era una adolescente normal, que la ciudad de Yorknew olía a dinero y a sangre, y que la gente que quería acercarse a la hija del jefe tenía la desagradable costumbre de desaparecer. Aun así, acepté el trabajo. Pagaban bien y, en ese momento, a mí me hacía falta.
—(Nombre), ¿verdad? —preguntó Dalzollene, sin levantar la vista de la carpeta—. Formación mixta, experiencia en escolta privada en Oporto y Madrid. También en control de multitudes. ¿Hablas inglés?
—Lo suficiente —respondí.
—Perfecto. Serás asignada al equipo de Neon. Horarios rotativos. Los detalles están en el anexo.
Su tono y sus manos daban por cerrada la conversación, pero fue entonces cuando vi a Kurapika, de pie, al lado de la ventana. No se movió. No saludó. Solo me miró con esos ojos claros que parecían haber olvidado cómo parpadear. En una primera impresión, era la calma hecha persona. En la segunda, era otra cosa, algo que te da un pellizco por dentro y te obliga a enderezarte.
—Kurapika —dijo Dalzollene—, ésta es (Nombre). Empezará hoy.
—Encantado —dijo él, con una voz baja, sin acento marcado—. Confío en que trabajaremos bien juntos.
Hubo un silencio breve que se alargó más de la cuenta. Yo asentí. Él no sonrió. No hacía falta. Me bastó ver la manera en que llevaba el uniforme, la rectitud de la espalda, la atención cuando yo hablaba. Era de los que escuchan y no la cagan.
Empecé el turno esa misma tarde. Neon quería salir a comprar, y Basho soltó la broma habitual sobre que las tiendas eran más peligrosas que un callejón oscuro si ibas con la tarjeta de Nostrade. Melody nos miró en silencio, como si supiera algo que nosotros todavía no habíamos entendido. Yo pensé que, al final, todo se reducía a lo mismo: estar cerca, observar, anticiparse. Hacer de pararrayos.
Lo que no esperaba era la presencia constante de Kurapika. No por invasiva, sino por precisa. Caminaba a mi lado como si midiera la distancia entre nosotros y la ajustara al milímetro, exactamente lo necesario para cubrir un ángulo muerto. No tropezaba con nadie, no dejaba huecos, no hablaba de más. No me preguntó de dónde venía, ni por qué había aceptado el trabajo, ni cuánto tenía en el banco. Y, sin embargo, a la media hora sabía que, si pasaba algo, yo sería la primera en moverme y él estaría ahí, a medio paso, encajando conmigo sin estorbar.